21/11/18

Arcoíris Violeta

2 comentarios

Desde el principio, o al menos desde que aquello empezó a tener relevancia en las noticias, Violeta dijo que ella se oponía a venir. Nunca dijo por qué. Y aunque me cueste reconocerlo, su negativa fue probablemente una de las razones que me retuvieron. Eso y el miedo también. Había algo en toda la historia del arcoíris que me resultaba terriblemente inquietante, casi siniestro. Yo había sido de las primeras y las más fieras en negar cualquier posible trascendencia del evento, en asegurar que aquello, en el fondo, no significaba nada. Me había tirado toda la vida esperando un milagro y, ahora que se presentaba, llevaba tres meses sin ser capaz de salir de la ciudad. Violeta y yo pasábamos tardes enteras mirando lo que sucedía a través de las noticias, como espectadoras imparciales, observadoras sin riesgo. Mientras tanto, poco a poco todos nuestros amigos y vecinos marchaban hacia el arcoíris. El barrio se vaciaba, la ciudad se quedaba sin vida. Y aquellos que nos quedábamos parecíamos seres absurdos y anacrónicos.

Al principio, cuando el arcoíris apareció, era lo contrario. Todo el mundo juzgaba con recelo a los que iban. A los primeros que empezaron a acampar en la base y a hacer del asentamiento un lugar acogedor. Esos locos, esos frikis, esos con demasiado tiempo libre. Todo habría sido más fácil si las cosas se hubiesen mantenido así; pero la opinión humana es muy voluble. Quizá fue que los días pasaban, y la permanencia del arcoíris empezó a convencer a otros de que aquello era algo sobrenatural y más poderoso que la estabilidad de sus vidas. Quizá fue que cada vez iba más gente, y visitar el arcoíris pasó de ser algo de frikis a algo socialmente aceptado, a algo que había que hacer. Gente que iba a adorar, gente que iba a tratar de formar una sociedad mejor, gente que iba a esperar el fin del mundo, gente que iba a observar, a dejarse impregnar por la alargada majestuosidad de sus colores.

Fui yo quien tuvo que lidiar con todos los familiares y amigos comunes que venían a hablar con nosotras cuando habían tomado la decisión de marchar. Algunos sólo a despedirse, otros a hacer un último intento de llevarnos con ellos a pesar de conocer de sobra nuestra negativa. Al fin y al cabo, si ellos habían cambiado de opinión, quizá podrían convencernos a nosotras. En uno y otro caso, en cuanto la conversación divergía hacia el tema del arcoíris, Violeta se quedaba callada y con la mirada baja, sin apenas moverse, como si la hubiesen desconectado. Me tocaba a mí explicar a los demás por qué nos quedábamos. Muchas veces ni yo misma era capaz de comprender mis razones, pero me las creía sin un atisbo de duda. El momento más difícil fue cuando vino a visitarnos la madre de Violeta. Serví unos vinos, nos sentamos en el salón. En cuanto su madre mencionó la palabra arcoíris, Violeta se levantó pausadamente en silencio, recorrió la estancia con pasos suaves, como un fantasma, y se encerró en la habitación. Su madre entonces empezó a suplicarme que fuese yo sola al arcoíris, que al menos debía salvarse una de las dos. Sus manos se entrelazaban con las mías, sus ojos tenían una rojez vidriosa, con cierta desesperación.

Violeta y yo veíamos en la tele y en las redes sociales cómo alrededor del arcoíris los asentamientos iban creciendo. Tiendas de campaña que se iban convirtiendo en chabolas hechas de adobe, uralita, cartones, plásticos y desperdicios. Fogatas que se encendían todas las noches. Algunas personas daban discursos subidos en rocas. Había música y bailes entre los árboles. Se formaban pequeñas comunidades. Existían distintas facciones que interpretaban el fenómeno del arcoíris de diferentes formas, y solían tener grandes discusiones filosóficas entre unos y otros. También había algunas peleas, pero solían resolverse rápido. La experiencia del arcoíris era una respuesta a la vida, y las preguntas que este generaba, se responderían también pronto. Los infieles del otro bando descubrirían lo equivocados que estaban, y, según el caso, serían castigados por ello.

A veces quería ser como ellos. Correr hasta el centro del arcoíris y fundirme con todos los colores, empaparme en su luz. No podía creer que el arcoíris fuese una señal divina ni sobrenatural, pero quería formar parte de esos círculos, de esas comunidades. Sentirme acogida sin dar explicaciones a nadie. No entiendo por qué me resulta tan difícil cambiar de opinión, por qué mis opiniones no son más volubles.

La noche que vino la madre de Violeta, me dijo que mi verdadero miedo era descubrir que el arcoíris sí era una respuesta, porque entonces ninguna de mis ideas preconcebidas se mantendría en pie, que necesitaba desprenderme de la influencia de su hija y empezar una nueva vida. Violeta y yo nunca hablábamos del arcoíris. Incluso cuando otras personas hablaban de ello, yo evitaba pronunciar esa palabra en su presencia. Tampoco le conté la conversación que tuve con su madre. Sin embargo era Violeta la que siempre sintonizaba las noticias y buscaba en internet los vídeos sobre el fenómeno. No me conseguía hacer una idea de qué era lo que ella pensaba realmente. Como si fuese algo que le fascinase y repudiase al mismo tiempo. Esa falta de pistas a la hora de imaginar la opinión de Violeta me provocaba una enorme inseguridad a la hora de formularme la mía.

Para todo lo demás, la vida que llevábamos Violeta y yo era idéntica a la que llevábamos antes de la aparición del arcoíris. Nos reíamos juntas, charlábamos, leíamos, comentábamos películas, el sexo era maravilloso. Incluso hacíamos planes de futuro.  Aun así, algunas noches, me despertaba con la seguridad de que Violeta se había ido sin avisar.

Empecé a desear, cada vez que Violeta y yo veíamos representaciones de los asentamientos, que el arcoíris desapareciese de repente. Quería ver sus caras de tristeza, su decepción. Era un pensamiento que no podía compartir con nadie. Una travesura que a nadie le haría gracia. Pero a mí me satisfacía enormemente. Otras veces me imaginaba que caía un rayo, o que ocurría algún desastre natural que acababa con casi todas las personas que acampaban junto al arcoíris; y los que nos habíamos quedado pasaríamos el resto de nuestra vida preguntándonos si aquello había sido casualidad o un efecto terrible  inesperado del misticismo del arcoíris. Si en realidad existía una respuesta, pero era negativa.

A pesar de su enorme interés en las despedidas, una vez que algún conocido nuestro llegaba al arcoíris, no volvíamos a saber de esa persona. Si intentábamos contactar por teléfono, la respuesta era un mensaje de “te llamaré pronto”. Llamada que nunca se producía. Pero la gente tampoco contestaba a las llamadas antes del arcoíris ¿verdad? Aquí tenían demasiadas cosas que hacer. Allí era más grave aún, tenían un propósito.

Quizá al arcoíris sólo llegan los valientes, los enteros emocionalmente, los que creen que en el futuro hay alguna luz, alguna esperanza multicolor. Y en el mundo antiguo quedemos los inválidos, los cobardes, los tarados. Dejemos que ellos sean felices en su paraíso, cuando seamos las últimas, nos convertiremos en las reinas del mundo abandonado.


11/10/18

Dorsal

0 comentarios

Hay algo mágico y único en las espaldas de la gente. La espalda es sin discusión alguna la parte más atractiva del cuerpo humano. Es la sublimación del erotismo. Esa extensión de piel caliente, ese mapa que es al mismo tiempo evidente y secreto, que aun cuando se nos desvela en total plenitud ante los ojos, sigue guardando infinidad de misterios invisibles, algunos accesibles mediante el tacto, otros aún más profundos. Puedo asegurar solemnemente que hasta la fecha no he visto ninguna espalda fea, ni una sola que no sea tremendamente atractiva. No puedo considerarme un fetichista. Un verdadero fetichista tiene un criterio férreo, sabe exactamente lo que su ambición necesita, es incisivo y crítico. Pero yo no soy capaz de decidir si me gusta una espalda más que otra. Incluso una misma espalda puede parecerme igual de mágica con el pelo suelto o recogido, con o sin tatuajes, con la forma que obtiene al recoger los brazos o estirarlos completamente. Digamos que para mí todo detalle suma, pero la ausencia de estos, no resta.

Las espaldas cuentan con la ventaja de que son anatómicamente idénticas entre ellas (aunque por supuesto, en la práctica, ninguna lo es). Así que cuando antes he asegurado que me fascinan todas las espaldas, quería decir exactamente eso, todas. No hago distinción por género. Soy un caballero y considero, por ejemplo, de terrible mal gusto el que un hombre camine por la calle sin camiseta. Sin embargo, cuando me cruzo con uno, no puedo evitar tras la mueca de rechazo, el girarme disimuladamente y observar esa espalda que, dándome la ídem, se aleja de mí. Me declaro incapaz de luchar contra esa fuerza que me obliga a echar aunque sea un simple vistazo. Quizá sea la curiosidad innata del coleccionista, me resulta impensable perderme una espalda que se me ha aparecido, que ha querido mostrarse ante mí.

Por otro lado, es inevitable ser consciente de que, por moda, es más común que sean las prendas de las mujeres las que dejan al descubierto una parte de su espalda, a veces incluso descubriéndola casi al completo. Algo casi inimaginable en los hombres, lo cual no solamente posibilita la observación detallada del envés femenino, sino que además puede permitir alguna suerte de contacto involuntario. Y uso la palabra “involuntario” con plena conciencia de lo que hago, pues jamás se me ocurriría meter la mano de forma conscientemente libidinosa entre los pliegues de la ropa sin gozar previamente de permiso. Pero hay ocasiones, como en las grandes aglomeraciones de gente, o en los saludos con dos besos, en las que lo violento sería precisamente evitar el contacto a toda costa. En esos momentos, mi mente se nubla con ese estímulo a medio camino entre lo erótico y lo intelectual. En el caso de los hombres, lo mejor que, por lo general puedo esperar es que lleven una de esas horrendas camisetas de tirantes, que al menos dejan al descubierto los hombros, que, aun constituyendo una parte importantísima de la espalda, no son por sí solos suficientes para igualar el esplendor de la efigie completa.

Otro asunto muy distinto son los culos. Los culos están demasiado sexualizados por la cultura popular como para resultar interesantes. No dejan de ser un par de protuberancias gélidas. No tienen la trascendencia de una espalda. La vida de una persona, sus preocupaciones, sus neuras, sus alegrías… están todas escritas en la espalda. Un culo no tiene historia, no tiene cronología, no tiene efemérides. La frontera de la sensualidad se encuentra donde la espalda pierde su honesto nombre.

También ocurre en ocasiones que llegan a mí imágenes de espaldas en algún formato audiovisual sin que yo me lo hubiese propuesto previamente. La publicidad, por ejemplo, es una de las más fructíferas fuentes de esta clase de imágenes. Son sobre todo los anuncios de viajes y perfumes los que más y mejores satisfacciones me producen. Como un ofrecimiento sin tabúes, un icono explícito a los amantes de la beldad.

Hasta las lagunas de los riñones llega un barco falange. Atraca con suavidad y pronto sus habitantes se lanzan a explorar esa nueva tierra, de montañas y llanos. Suben por la cordillera vertebral, avanzando cada pequeño accidente hasta alcanzar los últimos retazos de las cervicales. Investigan con minuciosidad y toman cuantas muestras sean necesarias. Se deslizan seseantes hacia uno de los omoplatos, y sienten el temblor de tierra. Cruzan de nuevo la cordillera central y se hunden hasta lo más profundo de la hondonada intercostal, y buscan en todas sus cuevas. Allí aparece una bandada de murciélagos hambrientos, que le persiguen por todo el continente, y dan varias vueltas en varios sentidos. Desde el sur llega un tsunami que ondula el terreno a su paso, y lo arrastra con su fuerza. Los exploradores corren despavoridos como hormiguitas aterradas, cosquilleando toda la superficie del terreno. Tras el desastre tienen hambre y muerden con fuerza el suelo en busca de alimentos, al principio con bocados fuertes, y más tarde con pequeños pellizcos. Poco a poco se van sintiendo saciados, y deciden dormir la siesta. Se acunan con parsimonia y delicadeza haciendo suaves movimientos adelante y hacia atrás. Reduciendo su intensidad hasta detenerse. 

No me considero a mí mismo un degenerado, aunque no falten malas lenguas que me señalen como tal. Es cierto, y yo jamás lo negué, que en ocasiones me abstraigo en la contemplación de alguna contemplabilísima efigie que, en un descuido, o con vil y seductora intención pasa por delante de mi mirada, y en estos casos pierdo la noción del tiempo y de las circunstancias, como si una nube de sensibilidad se apropiase de mis sentidos. Lo que la mayoría no comprende es que mi obsesión con las espaldas no es exclusivamente sexual, o no necesariamente siempre lo es. Lo mismo ocurre con el ingrediente del erotismo. Para mí las espaldas me producen, además de lo ya mencionado, una pasión estética, intelectual, psicológica, afectiva. A veces estas emociones forman una macedonia, a veces es solo uno de los ingredientes el que encuentro proyectado en la espalda en cuestión. Una proyección que puede tomar la forma de una pasión febril o de la más innata curiosidad, como la que se produce en los niños. Y sería un lamentabilísimo error el dejarnos llevar por nuestros prejuicios y presuponer que toda mi admiración deriva exclusivamente del deseo sexual.

La visión de un fragmento de espalda, una nuca, un hombro, lanza la inevitable pregunta ¿cómo será el resto de esa espalda? Y ya he anticipado antes que un mero vistazo no basta para satisfacerla, tampoco una observación detenida, ni siquiera el examen mediante el tacto; aunque ese tipo de contactos son las menos veces. Esa pregunta flota en el aire sobrevolando todos los cuerpos, todas las espaldas. Es un interrogante universal, metafísico e insaciable. Una curiosidad que va más allá de la búsqueda de la verdad, que revolotea con devoción y firmeza sobre cada espalda que se cruza en mi camino; incluida la suya. Y no se lo digo como un cumplido, se lo digo, señor juez, para que intente comprenderme.



21/8/18

Descalabro

1 comentarios

Tengo vértigo invertido: miedo a las bajuras.
Un paso más, una roca más, un poco más cerca del final de la montaña.
El paisaje está vivo y se desliza ante mis ojos. No sube, no baja, sólo cambia. Se hincha y se deshincha como un pulmón de granito y caliza. Repercutiendo en blandas oscilaciones que llegan hasta su ladera.
La montaña se olvida de sí, pierde conciencia de ella misma y nunca es la misma de antes.
Es para mí un reto y un deleite navegar con pies de aire a través de ese paisaje multiforme, de esas rocas blanditas de papiroflexia prismática. Cambia la luz y cambian los colores, cada sombra esconde un recoveco o un pilar.
Yo soy una cabra etérea.
Tengo cuernos grises que oscilan con el ulular del viento.
La montaña ondula y yo me doblo para parecerme a ella.
A veces me transpira y me cuelo por entre sus grietas. Acaricio su interior helado.
Mi nariz está fría y se ven las volutas de vapor que desprende.
El interior de la montaña es un glaciar que exuda nimbos de nieve virgen incluso en pleno agosto; que sangra manantiales de un agua fría y escurridiza. Un agua que da vida a quien la bebe y mata a quien la toca. Un agua que sabe bajar por los riscos por los que yo no sé subir. Que encuentra los caminos ocultos de la intimidad de la montaña. Y que fluye por la ladera, cambiando el paisaje, con grietas y meandros. Agotándola aquí e hinchándola allá. Dotándola de un movimiento, como si fuese un motor hidráulico.
Un movimiento del que ella misma se beneficia.
Alimenta burbujas de pasto que esconden agujeros inmensos.
Cubre de escarcha las zonas resbaladizas.
Da vida a los guijarros que huyen despavoridos de cualquier lugar en el que uno posa la mirada.
Hincha y deshincha la montaña, como un pistón imprevisible, colocando su copa en los lugares más inesperados.
Transforma los valles en pináculos y los montículos en cuevas oscuras.
Y en ese baile fluido de roca y agua, yo encuentro una ascensión respiratoria. Sin prisa pero sin pausa. Un impulso en cada sístole. Un rincón aéreo persiguiendo los últimos rayos del sol poniente, que sin respiración, ni frío, ni fluidez, avanza implacablemente hacia el otro lado del mundo. Huyendo su luz del valle, hacia la cumbre, donde no hay ni piedra, ni agua, ni hielo, ni noche. Donde no queda nada que respire.
Un lugar, que, con suerte, yo podré alcanzar finalmente y, por unas horas, hundir con fuerza mis cuernos de cabra.



4/7/18

Un gato verde

0 comentarios

Anoche volvía del teatro por el camino de siempre. La ciudad iluminada con la tenue luz de las farolas de un jueves de primavera que parece un martes de febrero. Dos manzanas antes de mi casa doblé la esquina y atajé por un pequeño pasadizo, por donde casi nunca pasa nadie, y ahí, justo en medio, me encontré con el gato verde.

El verde es el color de la suerte, pero la suerte puede ser buena o mala. Por eso es también el color de la esperanza: suerte y esperanza van siempre cogidas de la mano. La esperanza se deposita sobre la suerte, y la suerte se alimenta de la esperanza, la utiliza para atraer a los incautos y jugar con ellos.

El gato no se inmutó con mi presencia. Siguió lamiéndose la pata delantera durante unos minutos. Me acerqué con precaución, debatiéndome sobre cuál sería mi próximo paso. Si bien es cierto que un encuentro con un gato verde es algo único y maravilloso, también lo es que muchos de los que se acercan a ellos con avaricia terminan con sus destinos truncados. A la suerte no se le exige; la suerte concede… o no.

Fue el gato el que tomó la iniciativa y empezó a caminar. Todavía no me había dirigido una sola mirada. A pesar de ello, entendí su avance como una invitación y comencé a seguirle. Se movía a paso ligero, siempre por calles vacías de peatones. Si pasaba algún vehículo ocasional, el gato se escondía bajo un coche o en el hueco de una alcantarilla.

Sentía una mezcla de excitación y miedo. No sé cuántas calles recorrimos, cada vez había menos luces encendidas en las ventanas. Procuraba mantener siempre una distancia de unos dos metros con el gato para no asustarle o provocarle, y me movía haciendo el mínimo ruido, sin movimientos bruscos.

Algunas veces, en alguna intersección el gato se detenía, quizá observando, quizá esperando. En esos momentos sentía la necesidad de acercarme por fin a él y tocarlo con una caricia. Al fin y al cabo, dicen que la suerte recompensa a los valientes. Pero también es cierto que es orgullosa y gusta de arrastrar al fango a todo aquel que se atreva a levantar su cabeza por encima de la de ella. Juzgué además que el estar siguiendo a aquel animal por innumerables calles desconocidas era en sí un acto de valentía. Hacía tiempo que estaba en su territorio, perdido, dejándome caer en una posible trampa, convirtiéndome a sabiendas en su pasatiempo.

Pensé que la relación entre suerte y esperanza es desigual. La esperanza no podría existir si no existiese la suerte, pero incluso cuando se ha perdido toda esperanza, puede aparecer un golpe de suerte. La esperanza, además de verde, es blanca, pero la suerte tiene miles de caras. La esperanza es siempre un poco egoísta, uno espera que se cumplan sus propios deseos; la suerte es neutral, pero mucho más perversa.

Llegamos a un solar arenoso. El gato se subió a un montículo de escombros y fue la primera vez que me miró. Sus ojos eran de color naranja intenso, y su fulgor me trajo cierta paz. Quizá la neutralidad sea en esencia más perversa que la subjetividad. El gato dio media vuelta y con tres saltos ágiles escaló el muro. Cuando llegué a asomarme, ya había desaparecido de mi vista. Sería una locura intentar buscarlo ahora.

Volví al montículo de escombros. Bajo el lugar donde me había dirigido aquella mirada, encontré un cigarrillo atado con un lacito rojo. No tenía mechero ni cerillas a mano, y pensé que sin duda alguna el gato sabía ese detalle. Me dirigí de vuelta a casa. Era ya muy tarde y no se veía un alma; las ventanas de todas las casas estaban sin luz. Caminaba con el cigarro apagado en la boca como en un acto reflejo, aún con su lazo atado. No me sentía especialmente estúpido por aquel extraño paseo, había sido un viaje nocturno, sin recompensa tangible, pero pensaba en aquellas horas perdidas como una experiencia. Quizá todo el periplo valía la pena por haber visto esos ojos naranjas.
Dos manzanas antes de mi casa, doblé la esquina y entonces lo vi: las calles ardían con un incendio inextinguible.


13/6/18

Caridad

5 comentarios


Recibo una llamada de mi madre durante mi clase de teatro. Tengo el móvil en silencio y la llamada se va tan desapercibida como ha llegado. Poco después, en el descanso, veo la perdida. No me hace falta nada más que esa perdida para entender todo lo que ha pasado. Mi madre y yo habíamos hablado justo la noche anterior. Tu abuela está enferma; de momento no hay nada por lo que preocuparse, pero que lo sepas. De esta conversación hace menos de doce horas. Devuelvo la llamada y es así como recibo la noticia, semidesnudo, con el cuerpo y la cara manchados de pintura, de espuma de afeitar, de aceite y de trozos de plástico de pintor y de papel higiénico pegados por el cuerpo. Lo primero que pienso es que no he tenido tiempo de despedirme como me habría gustado. O quizá ese es el primer pensamiento racional, pero muchos otros pasan por mi mente sin que pueda registrarlos. Me viene después una frase de una obra de teatro que había visto hace poco: “La muerte es cutre”. La noche anterior, durante la conversación con mi madre, había comprendido que era probablemente en este momento, en las vísperas de su centésimo cumpleaños, que se iba a iniciar ese largo periodo de idas y venidas al hospital, de informes médicos, de pronósticos confusos, que ya hemos vivido otras veces y que constituyen un lento camino de descenso en la vida de una persona, del que uno se recupera un poco, pero del que no va a remontar del todo. Esto puede ser cosa de unas semanas o de unos años. Por eso mi primera sensación al saber que apenas habían sido horas, es de confusión. No entiendo que se haya ido así, de la noche a la mañana. Era una posibilidad que no estaba contemplada. Es un leit motiv que se repetirá en los próximos días con toda la familia. Todos dábamos por hecho que cumpliría los cien años, que al menos aguantaría esas tres semanas. Como una especie de ley universal, nadie se había planteado que pudiese ser de otra manera. Por eso, cuando pienso en que no he podido despedirme, más que rabia, más que impotencia, lo que siento es confusión. Y creo que la confusión es otro de los leit motiv que se repiten estos días. Podemos expresar con palabras lo que ha sucedido, pero no llegamos a entenderlo. La confusión es como un sustrato que nos empapa y se cuela en nuestros gestos y conversaciones. Quizá es la confusión uno de los pocos lugares lógicos desde donde hablar de la muerte. Y así como estoy, semidesnudo, pintado y sentado en unas escaleras, con otro montón de actores en el mismo estado que yo, subiendo y bajando con materiales de limpieza, la primera sensación que tengo es la incapacidad de asirme a una emoción o una reacción conocidas, la incapacidad de pedir ayuda. “La muerte es cutre”. En la obra además de cutre, decían que era terrible, inesperada, oscura… pero fue la palabra cutre la que de algún modo se me quedó agarrada. Y esa cutrez mortuoria es otro de los pensamientos que parecerán empeñados en reafirmarse durante los próximos días, con un matiz que se irá solidificando: lo  cutre de la muerte es, además, un vehículo para su sentido del humor.

La primera frase que me dice alguien cuando vuelvo al ensayo es que me ve triste, pero que no me preocupe, que todo tiene solución menos la muerte. Poco más de dos horas después, un antiguo profesor me dice que tengo cara de que se me ha muerto alguien.

En el último par de meses he visto bastantes obras de teatro que tenían que ver con la muerte, un par de documentales, una exposición de fotografía y una conferencia sobre esa exposición, he leído sobre ella en Beauvoir y la he visto en película de Bergman, y después he visto vídeos de Bergman hablando de la susodicha película. Yo mismo me he llevado la muerte al teatro, llevo meses rodeándome de la idea de la muerte. Recuerdo constantemente una frase de mi monólogo: “Pensé en la muerte de mi madre y mi madre murió”. Llevo meses rodeándome de la idea de la muerte. 

De pequeños, mi hermano no sabía decir la palabra “abuelita”, así que él y yo la llamábamos Bolita.
El camino de vuelta del tanatorio lo paso entero dándole la mano a mi madre, ella en el asiento del copiloto, yo en el trasero. Ella dice que los tanatorios se han convertido en un evento social horrible. Creo que nunca habíamos estado tanto tiempo así cogidos de la mano. Descubro con ella una unión especialmente íntima. Hay una especie de sensibilidad, un amor que nace de la necesidad de rellenar el vacío que deja la ausencia de otra vida.

Bolita me cogía la mano con fuerza cuando hablábamos. Siempre hablaba de lo orgullosísima que estaba de su prole. Aquellas manos eran impresionantes. Siempre que hablaba con ella sentía la necesidad de fotografiarlas. Decía que estaba orgullosísima de su prole, pero que de entre todos los nietos que tenía, había algunos favoritos, y yo era de ellos.

A pesar de todo, en el tanatorio me reencuentro con personas con las que hacía años que no hablaba, y tengo algunas conversaciones muy divertidas con propios y extraños. Nos reímos bastante. Hay latas de bebida y sándwiches. Esta reunión familiar es en cierto modo como la fiesta de centenario que no llegamos a celebrar. La abuela nos vuelve a reunir a todos y eso es algo de lo que siempre presumía. Probablemente ahora sonreiría si nos viese a todos juntos.

El entierro se hace en la parte más antigua del cementerio de la Almudena. La mayoría de las lápidas están decentes, pero todo lo demás es una ciudad en ruinas. Los caminos llenos de baches y barro, las escaleras desconchadas, los muros medio caídos y reforzados con redes de alambre, trozos de estatuas y columnas por el suelo, un mausoleo apuntalado con vigas de madera. Personas que te saludan con un “¿Cómo estás?”. La muerte es cutre. Dentro de la tumba están también las cenizas de Jorge y Andy. Los operarios de la funeraria dicen “con su permiso” antes de realizar cualquier movimiento. Con su permiso voy a entrar. Con su permiso coloco aquí las cenizas. Con su permiso coloco las flores que usted me da. Mi tío dice algo sobre lo fascinante que es el sonido de la lápida al cerrarse. Otro de mis tíos comenta algo sobre los procesos de incineración que le dijeron a él el día anterior, y que son la causa de que no pueda incinerarse y enterrarse a una persona el mismo día. Es un momento triste, y al mismo tiempo hay cierta sordidez en la forma que tiene cada uno de atravesar esto de la mejor forma posible. Creo que es ahora cuando la confusión se hace más fuerte y campa a sus anchas entre todos nosotros. Vuelvo a recordar a Beauvoir: “Comprendo todas las últimas voluntades, como también que no exista ninguna”. Los enterradores no dicen nada.

Mi relación con ella está inevitablemente teñida por la relación de mi madre con ella. Me sentía más cercano o menos a mi abuela según cómo se portase con mi madre, y cómo se sintiese mi madre con ella. Sé que en este momento siente un cariño muy profundo hacia ella, y una enorme pérdida. Y lo sé porque yo siento lo mismo.

Es una teoría que no me creo ni yo, pero resulta reconfortante pensar que nuestros muertos se quedan una temporada por aquí y nos ayudan en las pequeñas cosas: algo que se nos ha roto, un examen, encontrar algo que se había perdido… No hacen ningún milagro, sencillamente nos tienden su mano. Una mano para lo cotidiano, un abrazo, un pequeño empujón. Nos cuidan de una forma etérea antes de dejar de hacerlo del todo.

Todo lo irrecuperable que se lleva una persona en el momento de su muerte. Todas las cosas que podría haber aprendido aún de ella, todas esas historias, esa esencia que es suya y solamente suya. Quiero pensar que se habría reído con cómo se han ido sucediendo muchas de estas cosas, que se habría sacado humor de muchas de las cutreces asociadas a su propia muerte, y que incluso la habrían hecho sentir especial, que ella no se muere como cualquier otra persona, que hasta en ese final suyo ocurren cosas únicas, aunque no sean glamurosas; pero tampoco lo necesita.



5/4/18

Satimar

0 comentarios


El caos empezó a brotar el 27 de febrero. Aproximadamente. Quizá empezó antes y no llegamos a notarlo hasta entonces; quizá incluso empezó más tarde, y lo empezamos a anticipar ese día. En cualquier caso, tomamos el 27 de febrero como fecha de referencia. Ante el caos hay que armarse con constantes. 

Todo comenzó con pequeños brotes que iban creciendo a los lados de los pasillos, y trepaban por las paredes como una leve enredadera de luz pálida y tenue. El primer síntoma fue descubrir pequeños objetos que iban almacenándose en los lugares donde el caos había florecido. Un mechero, el eslabón de una cadena, pedacitos de algodón, pétalos de rosa, un reloj de pulsera. Objetos que no pertenecían al pasillo, pero que podían resultar útiles más adelante y tampoco parecía sabio tirar. Ya se sabe: nunca se sabe.

Toleramos al caos como un inquilino más. No puedo negar que la mayoría de nosotros sentíamos cierta atracción perversa en ver cuánto podía crecer, hasta dónde podía desarrollarse sin la intervención humana. En medio de la rigidez social de la ciudad, era inevitable sentirnos fascinados por esos pequeños vestigios de naturaleza.

Llegaron las polillas y se posaron en todas partes. Cada vez que se abría una puerta o se cruzaba un pasillo, salía una de ellas de algún lugar, daba unas vueltas en círculo y volvía a desaparecer por otro lado. Marian, la pequeña, miraba fascinada a las polillas y decía “Mira, somos afortunados porque tenemos mariposas dentro de nuestra casa”. Y los demás la mirábamos a ella y sonreíamos condescendientes, sin atrevernos a decir nada. Sólo Mara respondía de vez en cuando con ese tono irónico suyo, diciendo que así al menos los huracanes ocurrirían en el otro lado del mundo.

Se rompían tazas y copas de vino, y los espacios que dejaban eran ocupados por pequeñas ramitas de caos, que germinaban en botones de camisa, confeti o rollos de cinta. El pasillo, a su vez, se iba llenando de objetos más voluminosos. Marcos de cuadros, grandes muñecas, una diana de dardos, cuerdas y libros, revistas de moda, folletos de Ikea, un arco de violoncello, una máquina de escribir. Empezaba a hacerse complicado avanzar por según qué lugares y alcanzar algunos armarios y estanterías.

Fue Marco el primero que se aventuró a desbrozar, a intentar arrancar algo de la maraña y descubrir que el caos estaba completamente arraigado en nuestra casa y que sus raíces eran fuertes y profundas. El caos se había convertido en una parte de nuestro hogar a la que ya no podríamos renunciar.

Organizamos reuniones de emergencia para buscar soluciones. Pensamos en ocultar todo el asunto a los más pequeños, pero de alguna forma, ellos ya sabían, sabían antes que nosotros, comprendían de un modo intuitivo. Decidimos organizarnos en turnos para que siempre hubiese alguien desbrozando las partes más salvajes del caos y garantizar que hubiese siempre algún caminito por el que pasar de una habitación a otra. A veces había suerte y el propio caos proporcionaba algunas herramientas útiles. Cortábamos las ramas y arrancábamos raíces en equipos de dos o tres, mientras que otro equipo se encargaba de apilar los objetos en columnas tambaleantes que después apuntalaban.

También procurábamos hacer inventario de todo ello, para poder recuperar algún objeto concreto que pudiésemos necesitar en otro momento. Apenas había espacio libre, así que cuando alguien tenía que pasar, había que parar todo el trabajo, retirarnos y volver a entrar. En esos momentos el caos nos ganaba algo de terreno, y era necesario esforzarse el doble para recuperar el espacio perdido, mantenerlo siempre a raya.

Se rompían bombillas y se levantaba el suelo de los parqués. Se rompían tuberías y se formaban pequeños riachuelitos, con zonas de rápidos y meandros que seseaban entre los objetos de los pasillos, y desaparecían bajo tierra en una habitación y reaparecían de nuevo en otra.

Las polillas se multiplicaron. Cubrían las puertas, las paredes, todas las superficies. Encendíamos velas o ramitos de lavanda para mantenerlas alejadas. Algunos se cubrían con sábanas a la hora de dormir por miedo a que se les posasen encima. Cubiertos el cuerpo y la cara, daban el aspecto de momias. Las polillas se escondían entre los entresijos del caos y brillaban un poco por las noches. El caos se hizo con el vestíbulo y parte de la puerta principal, recubriéndola entera con su follaje. 

Resultaba casi imposible salir a la calle. Había que hacer ente todos un tremendo esfuerzo colaborativo cada vez que alguien tenía que salir. También teníamos miedo de que alguien que saliese no pudiese volver a entrar luego. De modo que las salidas a la calle se limitaban a lo estrictamente imprescindible, y cada vez éramos más severos a la hora de aceptar algo como imprescindible.

Llegaron los pájaros. Gorriones en su mayoría. Fue un alivio, porque se alimentaban principalmente de las polillas. Construimos algunas pajareras, pero ellos prefirieron vivir en las ramas. Un día encontramos un nido de golondrinas en una ventana, y nos causó gran alegría, porque hasta ahora no habíamos visto golondrinas por ningún lugar de la casa. 

Marina empezó a liderar pequeños grupos de exploración a lo profundo del caos. Algunos de nuestros desbrozadores más expertos iban con ella. Los exploradores volvían siempre con historias sobre las partes más antiguas de la casa, los primeros lugares invadidos por el caos que ahora tenían el aspecto de ruinas vetustas, y que estaban habitados por vegetaciones de caos que resultaban imposibles de describir, y por fauna que no conocíamos en la parte civilizada. A parte de las maravillosas historias, los exploradores rara vez traían algo de valor. Los exploradores pasaban cada vez más tiempo en la naturaleza. Marina terminó formando un pequeño campamento de avanzadilla, y los exploradores tardaban meses en volver, y se mostraban huraños en contacto con nosotros.

Nos adaptamos a la vida del caos. Finalmente se consiguió arrebatarnos la puerta. Creó una empalizada que era imposible de atravesar. Ni todos nosotros a la vez haciendo uso de nuestras mejores herramientas pudimos arrancar todas las ramas. Ni los colchones, la lámpara, la escalera, los sacos de arena o el caballito de juguete. Tuvimos que resignarnos y observar en silencio cómo las ramas se fortalecían, acorazándose entre los goznes de la puerta, petrificándose. Una voz silenciosa nos recordó a todos que Mario se había quedado fuera.