Cuando declararon la llegada del Fin del Mundo para la
semana próxima al principio hubo cierto escepticismo entre la población. Pero
en la tele todos los canales lo anunciaban como algo seguro. Los informativos
serios, la prensa seria, científicos serios de renombre, personalidades de
reconocidísima credibilidad salían a todas horas a confirmar que aquello era un
hecho comprobado e inevitable. Sencillamente, era la verdad.
Lo aceptamos rápido. No hubo mucho caos ni desmadre. Lo
asumimos como personas adultas. Se entendió en seguida como un proceso natural,
algo más que enmarcar en el día a día. Hubo alguna paliza, algún caso de violación, algún
asesinato, un hombre intentó robar un banco y se dio cuenta de que el dinero ya
no valía demasiado, una mujer quiso volar el congreso y se dio cuenta de que
necesitaba más de una semana para reunir toda la dinamita que necesitaba. La
mayoría de la gente siguió yendo a trabajar. Al fin y al cabo llevaban toda la
vida diciendo que también lo habrían hecho si les hubiera tocado la lotería.
Las excentricidades, si sucedieron, fueron hechos muy aislados, considerados por
la mayoría como algo infantil, inmaduro, y por lo general de muy mal gusto. Meros
accidentes estadísticos, locos ha habido siempre. Al final, es fundamental mantener las formas y la convivencia. Cuando a alguien le
diagnostican una enfermedad terminal tampoco se dedica a ir por ahí
alborotándolo todo. ¿En qué era diferente esto? También se contemplaba la
posibilidad de que al final el mundo no se acabase, no había
que perder nunca la esperanza. ¿Qué ganaba uno haciendo el ridículo, o
convirtiéndose en un delincuente?
Hubo quien se planteó hacer ese viaje alrededor del globo que
nunca había hecho, pero si solo quedaba una semana de mundo, nadie quería
pasarse la mitad del tiempo metido en un avión. Tampoco había tiempo para tener hijos, o escribir unas memorias que nadie leería. Se llegó a una especie
de acuerdo tácito social en el cual todos asumíamos que tratar de recuperar en
una semana lo que no habías hecho durante tu vida era tan estúpido como
intentar estudiar el temario en los cinco minutos antes del examen. Durante la
esos días se programaron en la tele varios especiales muy entretenidos sobre los
mejores años de la humanidad.
Hubo más declaraciones de amor. Más llamadas a amigos y
familiares para decirles que te importaban. Hubo gente que estaba en la guerra
que decidió soltar su arma y no seguir luchando (no toda, claro). Hubo también
infidelidades y sexo rápido en los baños. Mayor consumo de drogas y alcohol.
Menor número de suicidios. Mayor número de muertes accidentales. Menos obras de
arte. Más fracturas de huesos. Menos gente apuntada en cursos. Más twits ingeniosos. Menos visitas al hospital. Más hacer las paces
con el mundo. Menos sinceridad. Muchos animales parecieron volverse locos, y
había que apaciguarlos, no dejar que contagiaran con su pánico. En general la
vida de la mayoría de la gente siguió más o menos igual. Fue una semana más o
menos como cualquier otra. Supimos afrontar el tema con dignidad y
civilización.
Para la última noche, hubo mucha gente que quiso hacer una
fiesta. Sería como tocar el violín mientras el barco se hunde. Pronto todo el
mundo tenía seis o siete amigos de seis o siete grupos distintos que estaban
montando la gran fiesta. Todo el mundo quería ir a todas y ver a todos sus
amigos antes de que el mundo acabase, pero no querían pasarse la noche
desplazándose de un lugar a otro. Querían simplemente pasar esas últimas horas
divirtiéndose con los suyos, compartiendo con la gente con la que habían
compartido la vida, estar con todos ellos. Así que se organizó una fiesta
multitudinaria en el centro de todas las ciudades. Un gesto hermoso. Ya no habría que ir de un
sitio para otro porque todos estaríamos en el mismo.
Aquella noche hubo tanta gente, tanta multitud, tanta
fiesta, tanto maremágnum de gente que en medio de la orgía fuimos incapaces de
encontrar a nuestros seres queridos. Nos convertimos en una masa de unidades confusas
que buscaban en círculos y no encontraban, que nos asfixiábamos entre otros
cuerpos buscando una cara reconocible, un respiro, un poco de luz. Y la noche
fue pasando agotadora entre móviles que no funcionaban y desconocidos cada vez
más histéricos, cada vez más aprisionados, más pegados, más asfixiantes. Masa humana y sudorosa moviéndose al ritmo de una música desacompasada. Los demás parecían ser todos la misma persona
multiplicada miles de veces, y al mismo tiempo completamente extraños; cada
vez más irreconocibles. Y así, confusos, miserables y desesperados, exactamente
igual a como llegamos al mundo, nos fuimos de él.
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