Un castillo negro construido en la cima de una montaña
escarpada. La noche es oscura y la luna llena y roja espía golosa, semioculta entre
las nubes. Un camino sinuoso entre los acantilados lleva hasta la puerta del
castillo. Los árboles son fantasmas, y el silbido del viento corta entre las
rocas. Afuera se escucha el sonido de las armas. Cientos de hombres intentan
tomar el castillo. Las metralletas de los soldados disparan contra las sombras
cambiantes y las alimañas nocturnas. El sonido se amplifica y se dispersa entre
las laderas y los quebrados. Imposible saber su origen. Disparan contra su
propio miedo. Dan vueltas en círculo en el camino sinuoso y cuanto más se
acercan al castillo, más lejos de éste parecen estar, más perdidos y solos, más
distantes los disparos. Escuchan gritos de terror y ven compañeros que caen
ante un enemigo invisible. Otros soldados tratan de escalar por la escarpada
pendiente sur del castillo y manos de viento cortan sus cuerdas,
precipitándolos al vacío. Llegan más refuerzos con cuchillo en la boca y la
moral más alta. Se escuchan más disparos. Las sombras son más grandes, pero
todos los muertos son compañeros ¿Contra quién apuntan, infelices?
Hay personas dentro del castillo, atrapados con la figura de
negro en la habitación más alta. El lamento de los rehenes se adhiere a las
rocas y desciende por la escalera de caracol hasta el corazón mismo de la
montaña. Por la ventana entra la luz de la luna roja y los gritos amortiguados de
batalla. La figura de negro sonríe con confianza e indiferencia. Disfruta del
sufrimiento agotado de sus víctimas, de sus quejidos que las horas han convertido
en tristes letanías, de observar sus cuerpos semidesnudos arrastrarse por el
suelo. Se alimenta de su miedo, antes que de su sangre, se alimenta del miedo.
Él, que no le tiene miedo a nada. Él que no tiene que mirar por la ventana para
conocer el resultado de la batalla. Se sienta en el trono y comienza a tocar el
órgano. La música es un acompañamiento perfecto para todo lo que le envuelve.
Ay, si fueran capaces de apreciar su arte, no todo el mundo tiene esa suerte. La
mayoría de las personas mueren de forma banal, mueren sin haber experimentado
nada. Ya no se escuchan ruidos fuera, mañana los soldados supervivientes dirán
que no saben qué les derrotó. Revivirán esta noche en todas sus noches, en
todas sus pesadillas. No saben las grandezas que puede lograr la estimulación
precisa en un cerebro humano. La figura alza su copa. Cuerpos derrengados se
arrastran por el suelo siguiendo su letanía. El órgano sigue sonando sin que
nadie lo toque. Bebe un sorbo de sangre de la copa con sofisticación. Todo en
este mundo debería hacerse con sentido estético. Este sufrimiento no es
gratuito. Sentid el éxtasis. No hay nada más artístico que la línea entre la
vida y la muerte.
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