12/4/16

Melomanía y cosas que no son melomanía

3 comentarios

Nunca he sido capaz de comprender la cadena de acontecimientos que acaba provocando todas esas cosas inexplicables que ocurren en los festivales de música, pero quizá sea mejor así. Para mí, solo existe un principio (asistir al festival) y una serie de posibles finales concatenados, a cual más estrambótico. Pero el camino, la lógica de la resolución que lleva del punto A al punto B, está siempre borrosa. Y me gusta más así.

Todo este proceso festivalero ha acabado adquiriendo tintes de ritual a través de las repeticiones de ciertos patrones. También creo que es una de estas cosas que cada persona experimenta a su manera. Me sigue flipando que dos personas que viven una misma experiencia tengan impresiones tan diversas y las historias que cuentan sean siempre distintas. En mi caso, el festival ha terminado por convertirse en una búsqueda inconsciente del caos, por oposición a la rutina diaria. Una válvula de escape necesaria que explota en el momento adecuado. La entropía que cobra vida propia y se apodera de la mía.
Sea cual sea el proceso, lo evidente es que el fondo viene derivado de la música. La música siempre está presente, como núcleo, como músculo, causa y consecuencia. Y nosotros somos sus hijos, sus marionetas. En los festivales prescindimos de la primera persona. Le donamos nuestros cuerpos a la música y nos convertimos en entes que orbitan unos alrededor de otros. Ni más ni menos.

La música está por todas partes, como un fluido que llena una cúpula. Nace en los escenarios, pero está también en el camping, en los caminos entre un lugar y otro. Algunas personas sacan sus instrumentos y tocan, otra gente canta a gritos... o te la susurra al oído. Está dentro de ti y no puedes elegir no sacarla. Y después, como un trueno, llega el movimiento. Bailar es una necesidad inapelable. Nuestros cuerpos se convierten en la onda de choque que retumba tras el relámpago. Sin expectativas ni disciplina, solo ritmo.

La música siempre ha estado presente, la diferencia en los festivales es que allí ella se permite estallar y ser completamente libre. Recuerdo la canción que sonaba de fondo cada una de las veces que me he enamorado, recuerdo todas las canciones con las que he llorado, qué canciones sonaban en mi cabeza en todos los momentos importantes de mi vida en los que no había música a mano. Mezclar todo eso, agitarlo y concentrarlo bajo las carpas es un cóctel irresistible. Sensaciones pulsantes y contradictorias. Algo sobrehumano, imposibilidad de controlar emociones ni comprenderlas. Se desata solo; durante tres días nos convertimos en todo aquello que podemos ser. Cuerpos que bailan, que ríen, que cantan, que beben, que desean, que follan, que fuman, que se desesperan, ondulan y explotan.

No entiendo la gente que sostiene que hace más de treinta años que ya no se hace buena música. Es gente sin oídos, gente que escucha sus prejuicios en vez del sonido y dejarse llevar por él. Aquí la música te transporta. No es una frase hecha, si te dejas llevar por ella, si de verdad eres capaz de abandonarte y ponerte en sus manos, comprobarás que ella es una diosa, y que mientras suena una canción puedes desplazarte a otro lugar, y encontrarte con otras personas.

Estás follando con una chica rubia de pelo corto con un temazo de guitarreo espídico de fondo, parpadeas, y al volver a mirar te encuentras con una morena con la cara llena de pequeñas pecas bajo una balada indie, y te corres del susto. Los festivales son también un Mullholand Drive sexual. No tiene sentido analizar nada desde un punto de vista racional. No entiendo cómo ocurren todas esas cosas, cómo salto de una situación a otra. Parece como si los intermedios se perdiesen entre el alcohol y el insomnio, creando una amalgama de pseudorecuerdos que perfectamente podrían ser sueños. Estás saltando y dándolo todo en un concierto de un cantante que ni conoces, y al segundo siguiente descubres que tú, que siempre has sido paradillo y reactivo a la hora de ligar, tienes la cabeza hundida en el escote de una desconocida, y sus manos te atrapan para que no puedas, para que no se te ocurra, salir de ahí.

Perdemos nuestros cuerpos al ritmo, perdemos nuestra voluntad en el ambiente y en los demás, perdemos nuestra consciencia al alcohol (el Jaggermaister es amor-odio hecho líquido), perdemos nuestros alientos en bocas ajenas. De eso va todo, de perdernos. Abandonamos nuestro yo en la bebida, en la fiesta, en la música y en la droga. No importa. Lo importante es que en ese momento dejas de ser tú, para pasar a poder ser cualquier cosa. A mí me gusta convertirme en fuego e ir contagiando mi llama a todo el que toco.

Estás bailando junto a las caras pálidas de tus amigos en un momento que puede estar entre las cuatro de la mañana y el amanecer, y cuando abres los ojos de repente, estás en tu tienda, sin saber cómo has llegado hasta allí. Y vuelves a abrir los ojos y descubres que en realidad no era tu tienda, y tratas de salir de ahí sin despertar a la extraña que duerme sobre tu brazo (que a su vez se ha dormido) ni al extraño que te abraza por detrás. Intentando hacer movimientos delicados e imperceptibles, que en realidad son tan torpes que por poco no desmontas la tienda al salir, y sin saber ya de quién es el sudor que te empapa todo el cuerpo.

Hay momentos que el cansancio es tan patente que te olvidas incluso de cómo pensar. Cuando eso me pasa, me vuelvo incapaz de fijar recuerdos sólidos. Toda mi memoria del festival suele quedar en una amalgama surrealista de flashes que no se ordenar en el tiempo y que muchas veces no coinciden con las fotos que veo dos días después. Sin embargo, la música sí prevalece. Como telón principal, como única cosa que sí ha sido segura.


La mayoría de mis revoluciones personales han empezado escuchando una canción. A veces malinterpretaba la letra, o no la entendía bien, por estar en otro idioma y me pasaba años con un significado interno de una canción que después descubría que era completamente distinto. Me he masturbado más veces escuchando voces femeninas que viendo vídeos porno. El amor correspondido es cuando escuchas una canción y parece que el artista la ha hecho solo para ti, entre todas las personas del mundo. Nunca he querido aprender a tocar un instrumento; siento que en el proceso, con el trabajo que conlleva, voy a mecanizar el la música y dejará de gustarme como ahora. La primera vez que me colé en un concierto fue con doce años; de algún modo, el segurata se creyó que yo era sobrino de la vocalista. Las sensaciones que me ha dado la música no puede corresponderlas ninguna otra cosa. Esa sensación de caída dentro de uno mismo y al mismo tiempo hacia fuera es superior al paracaidismo. Si todo el tiempo que me he pasado en mi cuarto tirado simplemente escuchando música, sin hacer nada más, lo hubiese invertido en estudios o en leer algo, hoy en día sería un hombre de provecho.