9/5/16

Esfera

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I.

Ella susurra algo sin levantar la vista del suelo. Lo dice en segunda persona, pero más bien parece que va dirigido a sí misma, y no se preocupa de que yo lo escuche o no; y yo, por mi parte, ya he desistido de buscar su mirada en mi pupila azul. Dejo que sus palabras resbalen sin más, hasta caer en el silencio hasta el suelo, como todas las demás. Nuestras dos dimensiones, la suya y la mía, rara vez consiguen tocarse y apenas se comunican por algunas chispitas boreales que logran saltar de la una a la otra y nos hacen levantar la cabeza como si se tratase de grandes acontecimientos.

Sería interesante realizar un análisis externo de nuestras dimensiones mentales, que son como burbujas aisladas, entre ellas y también bastante de la realidad, a la que solo bajamos ocasionalmente para comer algo y para comprobar que la casa está totalmente helada y eso nos hace acurrucarnos aún más, en nuestras mantas y en nuestras burbujas, como caracoles árticos.
En cualquier caso, es mi esfera la que más en contacto está con el mundo, pero lo hace de forma retrospectiva, alimentándose solo de lo que ya ha pasado, de lo que queda atrás y no puede cambiarse. El presente me atraviesa y solo deja algunos restos inconexos a su paso, de forma que soy como un pescador que deja su red extendida durante la noche. Y solo recupera, tiempo después, los pedazos de realidad que la mar se ha dejado descuidados. De este modo, lo veo todo como en una especie de niebla, un letargo palpable, y cada pensamiento mío tiene que atravesarla; la mayoría se pierden en su propio laberinto. Así que lo que llega hasta mi conciencia nunca son más que migajas. Soy un cuerpo contenido en un mundo con el que no puede implicarse.
La esfera de ella está mucho más alejada de todo, flota a lo lejos, casi invisible, huyendo disimuladamente de cualquier elemento que se le acerque, buscando con gestos una soledad que a veces niega con palabras. Quizá el único contacto permanente que tenga con algo sea a través de sus gatos. Por eso, cada vez que me voy de esa casa, le susurro a cada uno de ellos — especialmente al negro — que la cuiden mucho, porque sé que ellos lo harán infinitamente mejor que yo.

Quisiera ser capaz de ayudarla, de darle las palabras o gestos o guiños para que salga de esta. Pero tuve que acabar aceptando que no puedo, que no hay posibilidad de sacar a otro de las llamas, y que esta es su guerra y solo suya. Además ahora ni siquiera soy yo mismo; empantanado como estoy, las paso putas simplemente para ayudarme a mí. Me resigno a mirar desde mi esfera, tratar de atravesar toda la niebla que la empaña, y echar ligeros vistazos en la suya, que se hace un poco más opaca cuando piensa que la están observando.
Quiero tirar del carro por los dos. Sacarnos de ahí, sacarnos de nuestras esferas y del frío que te congela los pies. Sacar las garras y arrancar de cuajo las lianas de dolor que la atrapan y la ensimisman. Sin embargo, lo cierto es que estamos los dos sentados encima del carro, que se hunde lentamente en el fango, mientras miramos fascinados a las musarañas que corretean por las ramas de los árboles. Ojalá todo fuese más sencillo. Quiero librarla de su dolor, aun desestimando el mío, dispuesto a arrancarme un brazo para usarlo de manta y cubrirla contra el frío... y veo entonces que ella se aleja un poco más de mí, y eso hace que su puñal se hunda un poco más hondo y le crezcan puntas nuevas. Ojalá todo fuese más sencillo. Ojalá pudiese usar mordiscos y no palabras.

II.


Hay veces que ella consigue salir un poco más de su esfera y comenta algo para mí. Algo que sí quiere que yo escuche, y que exige una respuesta interesante. Pero para eso tendría que desempañar mis pensamientos, tendría que actuar en el presente desde mi esfera de pasado, y froto con todas mis energías para quitarle todo el vaho y todas las enredaderas que recubren mi mente. Pero es inútil, parece que mientras termino de limpiar una parte, la anterior ha vuelto a ensuciarse, y así jamás puedo ver el cuadro completo, me encierro en pequeñas ideas circulares que son como estribillos repetitivos de canciones idiotas. No soy capaz de desvelar más que pequeñas piezas, y mientras tanto la respuesta exige prontitud. Mi mente es una tortuga bicentenaria a la que le duele cada movimiento y le dan tirones las telarañas del cuello. Así que respondo lo primero que tengo a mano, la respuesta preprogramada y estúpida. Eso que he dicho no soy yo. W*Ella me mira por encima del hombro y me hace ver que no soy lo bastante inteligente para estar allí a su lado. Lo dice con un comentario al aire, casi casual, y no soy capaz de demostrarle lo contrario, con una mente que ahora va con muletas. Lo dejo correr mientras veo su rechazo en la mirada, y cómo se aleja de mi cuando todo lo que quería era tenerla un poco más cerca. Entrar en su esfera y podría olvidarme del resto del mundo. Me siento inútil si trato de explicar que no soy así, que es algo temporal, como un niño al que han pillado haciendo algo que parece malo, pero él sabe que no es a mala fe.
Lo dejo correr como si nada, como si no hubiese ocurrido o no me enterase de lo que acaba de pasar. Me resigno, me empequeñezco y de dejo caer un poco más dentro de mi esfera, más borroso que antes, más alejado. Todo es un círculo vicioso.

Y me doy cuenta de que ella es la única persona del mundo que consigue que a su lado encuentre una profundidad de la soledad que nunca había llegado a sentir estando literalmente solo.

Y solo me queda añorar. Añorarla a ella y añorarme a mí mismo. Porque cuando vives en el pasado y el mundo se mueve en el presente inmediato, lo único que te queda y es propiamente tuyo, es la añoranza.



Decido salir con la excusa de comprar. Algo de comida, cerveza, cosas ligeras. Fuera hace menos frío que dentro, al menos los rayos de sol tratan de hacer algo para calentarme. Me entretengo más de lo estrictamente necesario para fumar un cigarrillo. Liberar la ansiedad en cada calada. Respirar nicotina, humo puro, aire no intoxicado. Fumar también mata. Al volver, sólo me atrevo a besarla después de haber comido. Mis labios apenas rozan los suyos antes de que desaparezcan, de que vuelvan al aire, aire viciado de la habitación, de la calefacción que no calienta. Trato de imaginar que se aparta porque no le gusta el olor a cenicero de mi boca, pero no consigo engañarme. Sé que el creciente desapego que me profesa es mucho más profundo que eso. Sé que pronto abandonaré la casa y ella pondrá trancas a la puerta y no dejará que vuelva a entrar. Sé que es una decisión que ha tomado hace tiempo, el no volver a verme, y convierte mi estancia aquí en algo más ridículo si cabe. Es algo que jamás me dirá directamente, y sin embargo está escrito en todas partes, en las paredes, en el frío, en su mirada, en los gatos, en sus labios - sobre todo en sus labios -  y entre las palabras sordas que se arrastran por el suelo.

A veces un gato que se cuela entre los pies. Otras salen huyendo en cuanto hacen contacto visual. Allí todo es de color blanco, las paredes y nosotros. Ella dijo una vez que odiaba el blanco por ser el color que se identifica con la pureza, pero este no es ese blanco. Nuestro blanco es un blanco roto, blanco deshuesado, blanco grisáceo, blanco niebla. Es un blanco que se deshoja, como el moho que recubre las mandarinas.


12/4/16

Melomanía y cosas que no son melomanía

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Nunca he sido capaz de comprender la cadena de acontecimientos que acaba provocando todas esas cosas inexplicables que ocurren en los festivales de música, pero quizá sea mejor así. Para mí, solo existe un principio (asistir al festival) y una serie de posibles finales concatenados, a cual más estrambótico. Pero el camino, la lógica de la resolución que lleva del punto A al punto B, está siempre borrosa. Y me gusta más así.

Todo este proceso festivalero ha acabado adquiriendo tintes de ritual a través de las repeticiones de ciertos patrones. También creo que es una de estas cosas que cada persona experimenta a su manera. Me sigue flipando que dos personas que viven una misma experiencia tengan impresiones tan diversas y las historias que cuentan sean siempre distintas. En mi caso, el festival ha terminado por convertirse en una búsqueda inconsciente del caos, por oposición a la rutina diaria. Una válvula de escape necesaria que explota en el momento adecuado. La entropía que cobra vida propia y se apodera de la mía.
Sea cual sea el proceso, lo evidente es que el fondo viene derivado de la música. La música siempre está presente, como núcleo, como músculo, causa y consecuencia. Y nosotros somos sus hijos, sus marionetas. En los festivales prescindimos de la primera persona. Le donamos nuestros cuerpos a la música y nos convertimos en entes que orbitan unos alrededor de otros. Ni más ni menos.

La música está por todas partes, como un fluido que llena una cúpula. Nace en los escenarios, pero está también en el camping, en los caminos entre un lugar y otro. Algunas personas sacan sus instrumentos y tocan, otra gente canta a gritos... o te la susurra al oído. Está dentro de ti y no puedes elegir no sacarla. Y después, como un trueno, llega el movimiento. Bailar es una necesidad inapelable. Nuestros cuerpos se convierten en la onda de choque que retumba tras el relámpago. Sin expectativas ni disciplina, solo ritmo.

La música siempre ha estado presente, la diferencia en los festivales es que allí ella se permite estallar y ser completamente libre. Recuerdo la canción que sonaba de fondo cada una de las veces que me he enamorado, recuerdo todas las canciones con las que he llorado, qué canciones sonaban en mi cabeza en todos los momentos importantes de mi vida en los que no había música a mano. Mezclar todo eso, agitarlo y concentrarlo bajo las carpas es un cóctel irresistible. Sensaciones pulsantes y contradictorias. Algo sobrehumano, imposibilidad de controlar emociones ni comprenderlas. Se desata solo; durante tres días nos convertimos en todo aquello que podemos ser. Cuerpos que bailan, que ríen, que cantan, que beben, que desean, que follan, que fuman, que se desesperan, ondulan y explotan.

No entiendo la gente que sostiene que hace más de treinta años que ya no se hace buena música. Es gente sin oídos, gente que escucha sus prejuicios en vez del sonido y dejarse llevar por él. Aquí la música te transporta. No es una frase hecha, si te dejas llevar por ella, si de verdad eres capaz de abandonarte y ponerte en sus manos, comprobarás que ella es una diosa, y que mientras suena una canción puedes desplazarte a otro lugar, y encontrarte con otras personas.

Estás follando con una chica rubia de pelo corto con un temazo de guitarreo espídico de fondo, parpadeas, y al volver a mirar te encuentras con una morena con la cara llena de pequeñas pecas bajo una balada indie, y te corres del susto. Los festivales son también un Mullholand Drive sexual. No tiene sentido analizar nada desde un punto de vista racional. No entiendo cómo ocurren todas esas cosas, cómo salto de una situación a otra. Parece como si los intermedios se perdiesen entre el alcohol y el insomnio, creando una amalgama de pseudorecuerdos que perfectamente podrían ser sueños. Estás saltando y dándolo todo en un concierto de un cantante que ni conoces, y al segundo siguiente descubres que tú, que siempre has sido paradillo y reactivo a la hora de ligar, tienes la cabeza hundida en el escote de una desconocida, y sus manos te atrapan para que no puedas, para que no se te ocurra, salir de ahí.

Perdemos nuestros cuerpos al ritmo, perdemos nuestra voluntad en el ambiente y en los demás, perdemos nuestra consciencia al alcohol (el Jaggermaister es amor-odio hecho líquido), perdemos nuestros alientos en bocas ajenas. De eso va todo, de perdernos. Abandonamos nuestro yo en la bebida, en la fiesta, en la música y en la droga. No importa. Lo importante es que en ese momento dejas de ser tú, para pasar a poder ser cualquier cosa. A mí me gusta convertirme en fuego e ir contagiando mi llama a todo el que toco.

Estás bailando junto a las caras pálidas de tus amigos en un momento que puede estar entre las cuatro de la mañana y el amanecer, y cuando abres los ojos de repente, estás en tu tienda, sin saber cómo has llegado hasta allí. Y vuelves a abrir los ojos y descubres que en realidad no era tu tienda, y tratas de salir de ahí sin despertar a la extraña que duerme sobre tu brazo (que a su vez se ha dormido) ni al extraño que te abraza por detrás. Intentando hacer movimientos delicados e imperceptibles, que en realidad son tan torpes que por poco no desmontas la tienda al salir, y sin saber ya de quién es el sudor que te empapa todo el cuerpo.

Hay momentos que el cansancio es tan patente que te olvidas incluso de cómo pensar. Cuando eso me pasa, me vuelvo incapaz de fijar recuerdos sólidos. Toda mi memoria del festival suele quedar en una amalgama surrealista de flashes que no se ordenar en el tiempo y que muchas veces no coinciden con las fotos que veo dos días después. Sin embargo, la música sí prevalece. Como telón principal, como única cosa que sí ha sido segura.


La mayoría de mis revoluciones personales han empezado escuchando una canción. A veces malinterpretaba la letra, o no la entendía bien, por estar en otro idioma y me pasaba años con un significado interno de una canción que después descubría que era completamente distinto. Me he masturbado más veces escuchando voces femeninas que viendo vídeos porno. El amor correspondido es cuando escuchas una canción y parece que el artista la ha hecho solo para ti, entre todas las personas del mundo. Nunca he querido aprender a tocar un instrumento; siento que en el proceso, con el trabajo que conlleva, voy a mecanizar el la música y dejará de gustarme como ahora. La primera vez que me colé en un concierto fue con doce años; de algún modo, el segurata se creyó que yo era sobrino de la vocalista. Las sensaciones que me ha dado la música no puede corresponderlas ninguna otra cosa. Esa sensación de caída dentro de uno mismo y al mismo tiempo hacia fuera es superior al paracaidismo. Si todo el tiempo que me he pasado en mi cuarto tirado simplemente escuchando música, sin hacer nada más, lo hubiese invertido en estudios o en leer algo, hoy en día sería un hombre de provecho.