11/2/15

Sinestesia de los tacones

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Ya habían pasado siete minutos desde las nueve de la mañana cuando al encargado de seguridad le dio por llegar y abrir la sucursal. Traía la cara amarilla, toda ella ojeras, la barba sin afeitar cubriendo su gesto torcido, y los pies casi arrastrándose por el suelo. 
Mientras manejaba las llaves con aire distraído y levantaba las rejas con una parsimonia desde luego inadecuada para la hora que era, el gerente le hostigaba pegándose a él cuanto podía, bufando y haciendo gestos señalándose el reloj; esforzándose porque su mirada se clavase en él con suficiente indignación, y procurando, al mismo tiempo, señalar con ella la cola de siete personas que se había formado durante la imperdonable espera.

Desde el final de la fila, Gloria lo observa todo, dividiendo su atención entre la escena y los mensajes con sus amigas que entran y salen zumbando de su móvil. Va vestida con un vestido color vino, elegante, pero sin dejar de ser resultón. Zapatos nuevos, el pelo recién arreglado y el toque justo de perfume y maquillaje: dentro de unas horas ha quedado a comer con Diego.
Además de ella, y delante suyo, en la cola hay una pareja de mediana edad que no deja de besarse, él sujetando dulcemente la cara de ella entre sus manos. Dos chicas hablando mal de alguien que, por lo que Gloria es capaz de escuchar, debe ser su jefe, y un chaval con la música bastante alta que parece una cabeza enana embutida en un abrigo diez tallas mayor, balanceándose rítmicamente en su cuello como una pelota independiente en equilibrio inestable. El gerente les hace pasar a todos y les pide perdón por el injustificable retraso del vigilante, al que mira de reojo con desprecio cada vez que le menciona. El aludido, sin embargo, parece ensimismado y totalmente ajeno a esas indirectas. De hecho, al pasar por su lado, Gloria advierte que está pálido y que toda su cara bajo la gorra está salpicada de enromes gotas de sudor. Supone que está bastante enfermo y siente lástima por él.

La cola continúa dentro. El gerente se ha refugiado tras el mostrador, preparando cosas, tecleando teclas, sellando sellos y traspapelando papeles; mientras sigue murmurando, no del todo para sí mismo, acerca de la poca profesionalidad de algunas personas. Aún no ha dado la vez para que se acerque nadie. Con los ojos aparentemente puestos en su móvil, Gloria sigue observando, y no puede evitar fijarse en que el chico de la música estridente la repasa de arriba abajo con la mirada cada dos por tres sin disimular en absoluto su descaro. Ella busca entre la gente un cómplice, alguien que le eche una mano, o le muestre apoyo, pero parece que cada uno está concentrado en sus propios asuntos. Incluso las dos chicas de delante, que también reciben periódicamente las miradas lascivas del chaval, parecen ajenas a todo. Así que Gloria se concentra en su móvil, y en el río de mensajes con el que sus amigas anticipan la cita del almuerzo, mimetizándose también con la indiferencia generalizada.

Cuando por fin el hombre tras el mostrador levanta su cara altiva con mueca afable, se ajusta las gafas, y hace una seña para indicar a las chicas que avancen hasta él, el primero en moverse es el vigilante. Avanza hasta colocarse en el centro exacto de la sala, con paso tembloroso y esa cara pálida de tísico, mirando a todos los presentes. Echa mano al cinturón y levanta la pistola con el gesto de quien para un taxi, y entre sollozos propios y expresiones de asombro ajenas, dice:

— Me han embargado la casa…

Todo el mundo calla y espera con atención a ver cómo continúa la escena. Pero lo único que continúa es la figura del agente impasible en su posición de estatua de la libertad, petrificado sobre el suelo de mármol con motivos de ajedrez. Los segundos pasan, y para decepción de los clientes, la estatua no ofrece novedades el silencio se vuelve incómodo, y el foco de atención se escapa, como un fluido chisporroteante, a asuntos más actuales y dinámicos. Pronto el público del vigilante no lo conforman más que un puñado de nucas.

De modo que su voz vuelve a alzarse, esta vez con más fuerza, con un arrojo que casi podría llegar a confundirse con decisión; y que va decreciendo de nuevo según habla, ahogándose en sus sollozos y en un constante tragar saliva:

— Me han embargado la casa. El mismo banco para el que trabajo me desahució ayer por la tarde. Después de todos los años que llevo trabajando para ellos… de todo lo que he hecho… Joder, una vez llegué a llevarme un navajazo y todo. Y ahora… después de… ni siquiera han tenido un mínimo de…

Ha recuperado la atención de todos. Vuelve a ser el centro mediático de la sala. Hasta el gerente ha dejado caer algunos de sus papeles al suelo sin advertirlo. Siete pares de ojos abiertos como platos se clavan en la imagen estática del que habla, alimentándose del morbo y del espectáculo. Después, cuando termina el discurso y comienza el nuevo silencio, esos siete ojos siguen, sin perder un solo detalle, el movimiento de la pistola que va bajando muy lentamente hasta apoyar sensualmente su boca en la sien de su dueño. Por algún tipo de inercia heredada de la cultura cinematográfica, todos esperan que se escuche un profundo suspiro de reflexión; pero la detonación llega antes y el cuerpo cae inerte al suelo.

El ochenta y siete coma cinco por ciento de los músculos de la sala se tensan al unísono. Un silencio blanco se hace fuerte en la sucursal. Todos los nervios oculares siguen pendientes del vigilante, y de su sien, y de la sangre que mana lenta y constantemente de ella, como la fuente de un jardín japonés.

Al principio parece complicado reaccionar o decir algo, encontrar la frase adecuada para el momento. Incluso mirar al compañero se siente violación del respeto más elemental. Sin embargo, poco a poco, como una oscilación lenta, pero creciente, la ansiedad por participar consigue sobreponerse al hecho de no tener nada que decir, y se empiezan a murmurar los primeros comentarios: “Qué fuerte ¿no?”, “Es la primera vez que veo algo así en persona”, “Estas cosas pasan...”, “En el fondo también es culpa suya, trabajando aquí se tenía que haber olido algo”, “Sí, mira que fiarse de un banco... ¡Con la que está cayendo!”. Y todos ríen.

Gloria mira atónita a la gente, y después a la sangre que avanza por el suelo, y después a la gente de nuevo. ¿Es que a nadie le importa? La pareja ha vuelto a empezar a besarse. El chico de la música sube el volumen y se apoya despreocupado en la pared. El encargado teclea aburrido en el ordenador, resopla con la actitud cansada de un lunes, aunque ya sea viernes. La sangre se mueve lenta y segura como una serpiente líquida. Solo las dos chicas comentan algo sobre el cuerpo: una de ellas opina que el vigilante tenía su punto, la otra que ni de coña.

Todo parece haberse convertido en un circo. Tras el disparo han debido teletransportarse a absurda dimensión, al paraíso de la parodia macabra. No existe otra explicación. Gloria tiene el vello erizado, la expresión muy tensa. Siente náuseas. Quiere gritar, pero se siente muda. La sangre avanza con calma victoriosa y está ya llegando a sus zapatos. Puede sentir su olor mezclado con el de la pólvora. ¿Por qué nadie parece darse cuenta? ¿Es que todo el mundo está muerto por dentro? El chico de la música alta saca el móvil y se hace un selfie sonriente con el cadáver de fondo, después unas cuantas más poniendo en cada una distintas caras. La pareja se besa ahora con mucha más intensidad. Alguien comenta que ya tienen una edad para hacer esas cosas en público, otra voz sugiere que esa pasión no se tiene con una pareja estable, así que seguramente sean amantes. Ya les vale a ambos.

Gloria trata de no mirar, pero sus ojos se vuelven siempre hacia su propio reflejo en el líquido granate, que se extiende por toda la sala como un espejo recién pulido. Sólo unas burbujas aquí y allá parecen empañar la superficie cristalina. La sangre cambia ligeramente su matiz según si está sobre una baldosa blanca o negra. Gloria aprieta los puños. Hace esfuerzos por no echarse a llorar allí mismo. Aunque ya qué importa. Hacía tiempo que no se sentía tan sola, menos aún en un lugar público. Siente el asco como una criatura que trepa por su cuerpo desde el suelo. Los psicópatas han vencido, se han apoderado del mundo y no hay escapatoria posible. Todo lo que le rodea es sangre e indiferencia.
 Al final, con la cabeza gacha y sin atreverse a abrir los ojos, más por desesperación que por auténtica fuerza de voluntad, consigue sacar un hilillo de voz que susurra:

— Los zapatos... son nuevos... la sangre no se quita...

Mira a su alrededor con cara suplicante, pero de nuevo nadie parece darse cuenta de la gravedad del problema. Está perdida en un mundo de idiotas y egocéntricos al que no pertenece. No hay humanidad; no hay empatía. Nadie que se preocupe por algo más que sus propios asuntos. La sangre comienza a lamer lentamente sus tacones con mansedumbre, casi con musicalidad, y ella se queda allí de pie, muy quieta, desamparada, procurando no mover un sólo músculo que salpique, mientras el líquido la rodea y sigue avanzando su camino.

— Es decir... — susurra aún más bajito — Entiendo que se haya muerto el vigilante... ¿pero no hay nadie de mantenimiento? Cualquiera que sepa manejar una fregona...