20/1/15

Aduanas de mármol

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Empecemos el viaje por la mitad. Incluso aquella persona que haya vivido el completo de su vida —tristemente— sin levantarse del terruño donde le ha tocado nacer y aventurarse “más allá”, conoce perfectamente la existencia de las aduanas.
Una de las primeras cosas todo el mundo debería tener perfectamente clara acerca de las aduanas es que no son lo mismo que las fronteras. Más bien, las aduanas viven en las fronteras, anidan en ellas como cóndores fijando sus hambrientos ojos en todo aquello que recorre su territorio. En un mundo ideal no habría fronteras, y por tanto, tampoco habría aduanas; en un mundo también bastante idílico, habría fronteras, pero no encontraríamos aduanas; sin embargo, ni siquiera en el más distópico de los mundos imaginables, podremos encontrar aduanas sin fronteras.

La aduana es un punto singular donde el viaje pierde su linealidad. Es el lugar donde tus pertenencias y tus orígenes son juzgados. En esencia, una aduana es un sitio donde nadie se fía de ti ni de tu equipaje. Podemos expresarlo de otro modo: en ese sentido, una aduana es exactamente lo contrario a un bar, donde no solo se fían, sino que en muchas ocasiones, incluso te fían. Y ese cambio pronominal es todo un abismo, dota al fiador y a su negocio de una calidez casi hogareña, de ahí que encontremos tantos locales con nombres como Casa Pepe o Casa Paco.

Por cierto, como inciso, diremos que lo que separa a una casa del resto del universo, al menos físicamente, es una puerta, es decir, el umbral, en definitiva, una frontera. Y es, como saben, una frontera sin aduanas.

Pero volvamos al bar. Hablemos de algo que es siempre inherente a todos ellos. Es decir, una caña. Una caña con sus burbujitas seseantes y su dedo de espuma, como un mar amarillo en un día de fuerte oleaje. Un mar que podría estar lleno de pescadores. Pescadores con caña, con cuñas, con velas de cáñamo, y qué coño, con cañones. ¡Qué apañados! Y no es para menos; son experimentados lobos de mar, con tatuajes de anclas y camisetas de rayas, que fuman en pipa y se marean cuando están demasiado tiempo en tierra firme; que enseñan sus fieros colmillos a las tormentas perfectas: al mal tiempo mala cara, y al bueno, peor aún.

Y como buenos lobos, son incansables aulladores de lunas llenas. Cuando el mar está tranquilo y el barco cruje a intervalos respiratorios, cuando la melancolía deshidrata sus botellas y se creen tan solos que se sienten invisibles, levantan sus cabezas de poderosos cuellos y aúllan con fuerza en tonos largos y monocordes —monótonos— como las sirenas de una ambulancia, arrastrando sus luces intermitentes y naranjas como una mandarina holandesa.

Las mandarinas son a los alimentos lo que las piedras preciosas a la mineralogía. Tan solo hay que imaginar a un minero, el rostro tiznado y los dedos sangrando barro, encontrando un gajo entre la roca madre, separando la ganga de piel blanca, partiéndolo por la mitad y encontrando todas esas bolitas ordenadas de mandarita pura. ¡Paren las rotativas! ¡Somos ricos! Fluyen por los bolsillos de la cooperativa esmeraldas del tamaño de kiwis, grandes puñados de granadas granates, lingotes de oro parece plátano es, y macedonias de Fabergé. La mina crece y tiene más recursos y más personal. El aire es puro, las caras sonrientes y afeitadas, no pueden convertirla en una mina de cielo abierto, pero ponen uno artificial en el techo, y hacen que casi siempre sea soleado.

Y en la desenfrenada orgía de lujo y bienes innecesarios, los nuevos ricos se lanzan en una espiral casi competitiva de compras estrambóticas, donde cada artículo pugna por convertirse en un alarde más llamativo e inútil que el anterior: cojines de caviar, jarrones de seda, monóculos opalescentes, carrocerías de pluma de papagayo, lienzos de diamante, collares de petróleo, vestidos de cristal de bohemia o globos aerostáticos de mármol.


Por cierto, resulta de vital importancia señalar que los globos aerostáticos de mármol serían en absolutamente todos los casos posibles, requisados en las aduanas.



Entrada que responde a un reto del Club de las Malas Costumbres
donde debía llegar desde la palabra aduana a la palabra mármol.

Además, inauguro página de Facebook