19/9/14

Despintando a Picasso

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A veces, me gustaría romper todas las normas y llorar.

Llorar de verdad, desgarradora y desconsoladamente. Llorar terrible, amargo. Llorar a gritos. Destruirme un poco en cada lágrima, porque cada lágrima es una parte no ahogada de mí. Llorar como quien no pierde la dignidad con el llanto, porque ya lo ha perdido todo.
Llorar desde la garganta y enterrado en su nudo.
Llorar como nadando en cebollas.
Desencajar mi cara con el llanto, rodar colina abajo con lágrimas grotescas, desesperadas y ardientes lacerando mis mejillas.
Llorar a moco tendido. Llorar patético y desaliñado. Sollozos de princesa, berridos de bebé.
Llorar con la valentía de poder mostrarme así de cobarde; llorar como un maricón, como decía mi padre.

Llorar por la estupidez, por el orgullo, por la pérdida, por la muerte, por la violación, por la violencia, por ese cáncer tan inoportuno, por la explotación, por el abuso, por la impotencia, que es la peor forma de no hacer nada, por esa vez que fui un gilipollas, y esa otra, y esa otra. Por el dolor, por el desamor y por el miedo; que de risa ya he llenado varios cupos.

Pero como de costumbre, no estoy solo ni siquiera en la intimidad. Ella siempre está observando, y cuando lo hace, se impone el toque de queda; las lágrimas se parapetan y se hacinan tras la retina, empantanándose con los años.





Hace unos meses (perdón por la espera), me llegó desde el Club de las Malas Costumbres un reto: debía elegir un cuadro de Picasso y escribir algo que me inspirase y que comenzase con la frase “A veces me gustaría romper todas las normas...”. Elegí esta entre todas sus obras, porque fue la primera que de verdad consiguió decirme algo.

Por aquel entonces, yo aún era un niño que vestía uniforme para ir a un colegio de educación primaria. Recuerdo que a esa edad ya habíamos oído hablar de Picasso como uno de los grandes pintores de la historia, pero no éramos capaces de comprender su fama. Para nosotros era alguien que ni siquiera era capaz de dibujar una persona recta o de pintar los ojos a la misma altura en la cara. Recuerdo también que en casa teníamos sendas reproducciones de dos de sus cuadros, una mano con unas flores y el rostro de una persona. Ambos garabateados de forma muy simple. La cara ni siquiera tenía boca. Eso era capaz de hacerlo hasta yo, y a mí me suspendían en pintura.

Lo asociábamos todo a un problema de histeria colectiva. A la gente no le gustaba Picasso porque fuese bueno; la gente decía que era bueno porque era Picasso. Sin entrar a analizar cuánto de esta afirmación es cierto, también lo es que negar categóricamente a Picasso no es lo más inteligente del mundo. Todo esto cambió con un libro de historia. En sus páginas se hablaba del sufrimiento y la muerte durante la guerra civil; y junto al texto, la foto del cuadro. Entonces algo hizo click. Como un pinchazo que me recorrió todo el cuerpo. No vino en forma de palabra, pero si lo hubiera hecho, esta habría sido desgarrador; sentir dolor desgarradoramente. Romperse de dolor.

Entonces comprendí.



No quiero que suene a excusa (aunque probablemente sea inevitable), pero por aquel entonces aún éramos niños. Hacíamos lo que nos habían enseñado, y lo que es peor, juzgábamos como nos habían enseñado a hacerlo. Toda nuestra percepción se basaba en que el talento tenía que ser medible. Velázquez era bueno porque imitaba bien la realidad, esa era la forma de discernir un pintor bueno de uno malo, de ahí salían las notas que nos ponían en plástica. Así se aprobaban los exámenes. En comparación con eso, estaba el arte por el arte de un Picasso, pero ¿cómo se medía la sugestión? ¿cómo se evalúa el significado?

Mucho antes de darme cuenta, yo ya estaba siendo cortado por el mismo patrón. Siempre había sido un niño con una imaginación desbordante y muy elogiada por todos; pero al mismo tiempo, recuerdo la frase “eso no se hace así” como un eco fundamental cada vez que ingeniaba una extravagancia, cada vez que mis ideas se salían de cierto marco que yo no era capaz de delimitar. Repetido hasta el hastío, como un muro de carga educacional. El examen día a día, la nota en la asignatura de normalidad.
Hoy en día, uno de mis hobbies es echar la vista atrás y preguntarme cuántas piezas han logrado desbastar para perfilar el cuadrado sin aristas que soy ahora.

Desde luego, siempre tuve una rebelión interna contra todo ese proceso, pero nunca llegó a verse fuera. A la hora de la verdad, no supe plantar cara. Después de todo,  la otra cosa de mí que me arrancaron durante mi infancia, con excelentes resultados, fue mi autoestima. Como si hubiese sido un plan cuidadosamente trazado desde el principio.

De ahí mis ganas de romper todas las normas. A veces también me gustaría llorar por eso.

4/9/14

Elena

12 comentarios

Suele nadar alienando su melena en el agua.
Huelen a miel en ámbar
si Selene alinea en suaves líneas
de melé nacarada.

El enano elenco que él enaltece:
duelen aliteradas las eles nacidas de lenares.

Él, fiel en ascuas por el enajenamiento
del Babel enarbolado
sobre el lívido papel enaguado
con negra tinta.

Es normal tras el acuático espectáculo
que él apele nada más porque lena de ella
baile sobre su piel enardecida.

Y yo sufro; porque en el enarmónico ruido en que nos comunicamos,
ni siquiera Elena entenderá
las líneas que le escribo.



Estrenamos nueva temporada en el blog con más ganas, más relatos, más poesía, un 13% más de palabras por publicación, más sorpresas, más cacofonías, más todontes y más entradas con audio incluído, como, sin ir más lejos, esta: