A veces, me gustaría romper todas las normas y
llorar.
Llorar de verdad, desgarradora y
desconsoladamente. Llorar terrible, amargo. Llorar a gritos. Destruirme un poco
en cada lágrima, porque cada lágrima es una parte no ahogada de mí. Llorar como
quien no pierde la dignidad con el llanto, porque ya lo ha perdido todo.
Llorar desde la garganta y enterrado en su nudo.
Llorar como nadando en cebollas.
Desencajar mi cara con el llanto, rodar colina
abajo con lágrimas grotescas, desesperadas y ardientes lacerando mis mejillas.
Llorar a moco tendido. Llorar patético y desaliñado.
Sollozos de princesa, berridos de bebé.
Llorar con la valentía de poder mostrarme así de
cobarde; llorar como un maricón, como decía mi padre.
Llorar por la estupidez, por el orgullo, por la
pérdida, por la muerte, por la violación, por la violencia, por ese cáncer tan
inoportuno, por la explotación, por el abuso, por la impotencia, que es la peor
forma de no hacer nada, por esa vez que fui un gilipollas, y esa otra, y esa
otra. Por el dolor, por el desamor y por el miedo; que de risa ya he llenado
varios cupos.
Pero como de costumbre, no estoy solo ni siquiera
en la intimidad. Ella siempre está observando, y cuando lo hace, se impone el
toque de queda; las lágrimas se parapetan y se hacinan tras la retina,
empantanándose con los años.
Hace unos meses (perdón por la espera), me llegó desde el Club de las Malas Costumbres un reto: debía elegir un cuadro de Picasso y escribir algo que me inspirase y que comenzase con la frase “A veces me gustaría romper todas las normas...”. Elegí esta entre todas sus obras, porque fue la primera que de verdad consiguió decirme algo.
Por aquel entonces, yo aún era un niño que vestía
uniforme para ir a un colegio de educación primaria. Recuerdo que a esa edad ya
habíamos oído hablar de Picasso como uno de los grandes pintores de la
historia, pero no éramos capaces de comprender su fama. Para nosotros era
alguien que ni siquiera era capaz de dibujar una persona recta o de pintar los
ojos a la misma altura en la cara. Recuerdo también que en casa teníamos sendas
reproducciones de dos de sus cuadros, una mano con unas flores y el rostro de una persona.
Ambos garabateados de forma muy simple. La cara ni siquiera tenía boca. Eso era capaz de hacerlo
hasta yo, y a mí me suspendían en pintura.
Lo asociábamos todo a un problema de histeria
colectiva. A la gente no le gustaba Picasso porque fuese bueno; la gente decía
que era bueno porque era Picasso. Sin entrar a analizar cuánto de esta
afirmación es cierto, también lo es que negar categóricamente a Picasso no es
lo más inteligente del mundo. Todo esto cambió con un libro de historia. En sus páginas se hablaba del sufrimiento y la muerte durante la guerra civil; y junto al texto, la foto del
cuadro. Entonces algo hizo click. Como un pinchazo que me recorrió todo el
cuerpo. No vino en forma de palabra, pero si lo hubiera hecho, esta habría sido desgarrador;
sentir dolor desgarradoramente. Romperse de dolor.
Entonces comprendí.
No quiero que suene a excusa (aunque probablemente
sea inevitable), pero por aquel entonces aún éramos niños. Hacíamos lo que nos
habían enseñado, y lo que es peor, juzgábamos como nos habían enseñado a
hacerlo. Toda nuestra percepción se basaba en que el talento tenía que ser
medible. Velázquez era bueno porque imitaba bien la realidad, esa era la forma
de discernir un pintor bueno de uno malo, de ahí salían las notas que nos
ponían en plástica. Así se aprobaban los exámenes. En comparación con eso,
estaba el arte por el arte de un Picasso, pero ¿cómo se medía la sugestión?
¿cómo se evalúa el significado?
Mucho antes de darme cuenta, yo ya estaba siendo
cortado por el mismo patrón. Siempre había sido un niño con una imaginación
desbordante y muy elogiada por todos; pero al mismo tiempo, recuerdo la frase
“eso no se hace así” como un eco fundamental cada vez que ingeniaba una
extravagancia, cada vez que mis ideas se salían de cierto marco que yo no era
capaz de delimitar. Repetido hasta el hastío, como un muro de carga educacional. El examen día a día, la
nota en la asignatura de normalidad.
Hoy en día, uno de mis hobbies es echar la vista atrás y
preguntarme cuántas piezas han logrado desbastar para perfilar el cuadrado sin
aristas que soy ahora.
Desde luego, siempre tuve una rebelión interna
contra todo ese proceso, pero nunca llegó a verse fuera. A la hora de la
verdad, no supe plantar cara. Después de todo,
la otra cosa de mí que me arrancaron durante mi infancia, con excelentes
resultados, fue mi autoestima. Como si hubiese sido un plan cuidadosamente
trazado desde el principio.
De ahí mis ganas de romper todas las normas. A
veces también me gustaría llorar por eso.