19/12/14

Que paren el mundo

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No fue por un único hecho en concreto. En que Aquello sucediese tuvo mucho que ver la hipocresía sistemática, el hastío de tener siempre que elegir entre mentir o desencajar, las sonrisas falsas, las personas falsas. Y el estrés. Y vivir una vida que no era la suya porque todas las demás puertas le daban portazos. No en las narices, ni siquiera eso, sino a kilómetros. En cuanto las miraba, ¡pum! cerraban a cal y canto, y la dejaban con cara de idiota mirando aquel marco inamovible. Y tener que ir siempre corriendo a todas partes, de un sitio a otro; y la desmoralizadora constante de que esos sitios eran siempre los mismos, y que después de tanto correr, llevaba años sin haber visto nada nuevo. Fue mirarse y no verse, saber que su vida era un descontrol; o peor, estaba controlada por otros; o peor, era un descontrol en las manos de otras personas. Fue todo eso y alguna cosa más.

No fue un único hecho en concreto, podría haber ocurrido cualquier otro día, antes o después. Pero ocurrió un martes, que ella, Clara, que para todo había sido tan callada, se puso en pie y, sin importarle las miradas de la gente anónima a su alrededor, gritó con todas sus fuerzas ¡Que paren el mundo, que yo me bajo!

Y el mundo no se paró.

Así que ella tampoco lo hizo. Volvió a su casa, cogió dos enormes maletas, y las llenó con ropa, con los libros imprescindibles y un cuaderno de dibujo. Se hizo un moño trenzado y empezó a caminar. Caminó sin una dirección consciente, pero sin cambiar de sentido, pues ella no iba a ningún sitio en concreto. Iba a Lejos, y Lejos está hacia todas partes, aunque siempre haya que caminar mucho.

Tras haber dado más pasos de los que era capaz de contar, llegó a cierto lugar, en medio de Ninguna Parte, con los brazos pesados y las piernas agotadas, y se detuvo, con la sensación de haber estado todo ese rato caminando a lo largo de la línea de salida. Con ganas de ir más Allá; más Lejos. Miró al cielo y pensó que allá a donde iba no necesitaría llevar las maletas. Así que las apiló en el suelo, se subió a ellas, se puso de puntillas todo lo alta que pudo, y saltó.

Le habría gustado aterrizar en un asteroide, pero ella no era ninguna principita, y sus pies se posaron levemente en la superficie de un cometa. Y allí se quedó durante largo rato, mirando la alargada estela de cristalitos de hielo que se extendía, casi con vehemencia, entre ella y su antiguo planeta.

A pesar de que desde la tierra se veía pequeño, su cometa seguía siendo un cometa bastante grande. No era sencillo abarcarlo todo con la vista, y había que caminar durante mucho tiempo para darle la vuelta entera. Clara comprobó que la translúcida semitransparencia del hielo permitía la difracción de los rayos solares a través de su superficie, provocando que siempre fuese de día, y que los atardeceres viniesen acompañados de arcoíris.

En el polo oeste del cometa encontró un nido donde vivía una familia de pingüinos, un tanto huraños, que le hacían el vacío la mayor parte del tiempo y prohibían a sus hijos que jugasen con la extraña criatura recién llegada que tenía todo su plumaje en la cabeza. A parte de eso,  solían cacarear un kwa-kwa-kwa  gallináceo cada vez que el sol salía, lo cual, en ese lugar, ocurría todo el tiempo.

A Clara le gustaba pasear por la superficie del cometa, deslizándose a veces y otras escuchando el pequeño crujido de sus pasos cuando pisaba fuerte. A veces, los pingüinos adultos trataban de comportarse como vecinos ejemplares y se acercaban a donde ella estaba e intercambiaban algunas palabras sobre cómo construir un iglú, o acerca de que los atardeceres, que lumínica y funcionalmente parecían inocuos, producían todo un cambio de perspectiva, al pasar de tener el sol sobre sus cabezas a tenerlo bajo sus pies.

Aquel cometa, como cualquier otro, contaba con una gigantesca cola de hielo, que se extendía  a lo largo de kilómetros de distancia, haciéndose, cada vez, un poco más delgada, hasta que su blancura reflectante se perdía en la hambrienta negrura del espacio. En ella, Clara había descubierto una perfecta pista de patinaje, en la que aprender desde cero aquel deporte; eso sí, con calcetines, ya que sus patines habían quedado olvidados abajo en una de sus maletas. Y su sombra se proyectaba con la luz de los atardeceres, flotando inconstante por las paredes de hielo.

Un día como cualquier otro (pues poco a poco en el cometa los días empezaban a parecerse demasiado a cualquier otro) Clara se encontraba muy distraída tratando de hacer una pirueta con giro, intentándolo una y otra y otra vez sin conseguirlo exactamente igual que como lo visualizaba su imaginación. Y fue en uno de esos intentos, al aterrizar, que Clara se dio cuenta de que se había alejado demasiado hacia el final de la cola, y en el momento en el que sus pies debían haber tocado el suelo, comprendió instintivamente lo que era la ley de la inercia, que el cometa había decidido seguir su camino sin ella, y que debajo suyo todo era nada.

Muy pocas personas han experimentado o experimentarán jamás la sensación de caída que Clara experimentó. Una caída eterna, sin final, sin posibilidad de que lo hubiese. Una succión anímica, como ser chupado por el infinito negro. Las eternas fauces de un diablo inmenso. Poca gente en la historia ha sido tan consciente como lo fue ella de lo gigantesco que es el espacio y lo insignificantes que somos.

El vértigo y el vacío le encogían el estómago y lo prensaban con contundencia. Sentía sus entrañas abrazándose con contundencia a una bola de cañón con la desesperación de un último aliento. La sensación era similar a aquella vez que, de niña, entró en la sala de estar y comprendió de repente que su abuelo, aunque estaba en la misma pacífica postura de todas las tardes, esa vez no se había quedado dormido.

Cerrar los ojos no ayudaba. Apretar los puños no ayudaba. Gritar no ayudaba. Todo su cuerpo parecía doblarse alrededor de la boca del estómago, plegándose con furia. La sensación no se aliviaba. Y caía.

Y caía.


Varias semanas después, la casi imperceptible cola del cometa seguía siendo con diferencia el objeto más cercano a su alrededor. En todo ese tiempo no había sentido ni sueño ni hambre, sólo la bola de cañón, a la que en cierto modo su cuerpo empezaba a acostumbrarse, aunque jamás podía dejar de obviar su peso. Clara comprendió que hasta el terror puede convertirse en rutina.

En sus ratos libres, que eran todos, jugaba con los botones de su vestido, se hacía toda clase de peinados, trataba de contar estrellas en un área a su alrededor, o se masturbaba sin ganas. A veces cogía impulso y empezaba a rotar sobre sí misma a toda velocidad, riéndose o llorando, y como ella misma era un planeta, hacía que los días pasasen en segundos, envejeciendo a marchas forzadas y mareándose fácilmente. ´

Más de una vez se preguntó por qué no se le había ocurrido usar la segunda acepción del sustantivo y atar una cuerda al cometa. Ahora estaría volándolo a su antojo y podría ir a donde quisiese. En sus ratos libres, que eran todos, solía pasarse horas imaginando las aventuras que habría corrido en caso de haberlo hecho. Las desventuras que se habría ahorrado.

Recordaba alguna historia de piratas y naufragios que le había leído de pequeña, y sentía cierta envidia de ellos. Al menos los náufragos tenían esperanzas de ser rescatados. Al menos ellos estaban en su propio planeta, tenían algo a lo que aferrarse. Aunque luego recordaba también los efectos de la deshidratación, el delirio, el hambre, el frío, la fiebre, el calor o el agotamiento, y se estremecía. Comparada con ellos, en el espacio, todo el dolor de Clara venía únicamente del vacío. Aunque tampoco sería justo olvidar que en el espacio el vacío lo es todo.

Pasaron meses. Era imposible estar segura sin ningún tipo de referencia temporal, pero a Clara le pareció que fueron meses. Un objeto nuevo empezó a acercarse. A partir de entonces, los días pasaban con el interrogante de si el objeto se seguía acercando, o si por el contrario pasaría de largo y se volvería a alejar. Lo medía tratando de contrastarlo con el agujero de un botón, o con una marca que tenía en una uña, de modo que con el paso de los días se fue convirtiendo en un hecho indudable: el objeto se acercaba. Por primera vez caía en dirección a algo, y ese algo era esférico y estaba rodeado por un anillo de color ocre.


La atmósfera de Saturno era increíblemente densa, y atravesarla le pareció a Clara como haber caído en una colchoneta de espuma de jabón. Su propio peso parecía ir haciendo toboganes ocasionales en ella, y finalmente aterrizó  en terreno sólido con suma suavidad, aunque lo primero que hizo fue caer de bruces contra el suelo. Sus piernas temblaban y parecían incapaces de hacerse cargo de su primigenia responsabilidad y aguantar firmes el peso de su cuerpo.  Fue en aquella postura semirreverencial cuando escuchó una voz masculina en frente suya que decía:

No hace falta que te levantes.

Alzó la vista y vio un hombre y una mujer ataviados muy rústicamente, con ropas viejas, sucias y raídas, pero dos enormes coronas brillantes en sus cabezas. Poco a poco se iba acercando más gente, vestida del mismo modo que ellos, y rodeándola. Entonces fue la mujer quien, sacando una corona similar a la que todos llevaban dijo:

- Ten, ponte esto. Ahora puedes descansar del viaje. Supongo que habrá sido muy duro. Hasta aquí siempre lo es.







Meses más tarde, Clara lanzó su corona al viento, y saltó de nuevo.
No fue por un único hecho en concreto.


11/11/14

La muerte es un oficinista amargado

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Habían despejado la sala de conferencias, retirando la enorme mesa hasta la esquina junto a la ventana para crear el máximo hueco posible, pero aun así, no cabían todos los de la oficina dentro, y algunos se habían quedado en la puerta, con las camisas remangadas y los brazos cruzados en actitud cínica; o de puntillas intentando no perderse detalle alguno, mirando sobre todo a Paul, en el centro de la sala, como si esta fuese la primera fiesta de jubilación que habían visto en su vida.

Sobre la mesa hay una tarta con muchísima nata y la palabra genérica ENHORABUENA escrita con crema de frutas. Paul cruza los dedos para que a nadie se le ocurra la típica broma de restregársela en la cara, aunque lo sospecha como algo inevitable. Hay también una pancarta que reza “Felicidades, Paul, y mucha suerte!!”, quizá para compensar la impersonalidad del mensaje de la tarta con otro igual de tópico. Alguien ha comprado también bolsas de cotillón y por la sala hay distribuidos gorros de cartón y matasuegras que algunos miran con recelo por lo horteras que son y otros se los ponen justamente por esa razón. 

Uno de los jefes está contando un chiste sobre Paul y poniéndole uno de esos collares hawaianos de tiritas de plástico. Los hay que siempre tienen que estar en el centro de atención. Paul se pregunta si la fiesta es para celebrar que él ya es demasiado viejo para ser considerado útil o para celebrar que, al menos él, ya se ha librado de seguir trabajando en ese lugar. Nada que debiese subir la moral de nadie... esto es, si lo piensas un poco.
Otro jefecillo está cortando trozos de tarta y colocándolos en platos de plástico que reparte luego a todo el mundo, obligándoles a aceptarlos. Hay que probar la tarta, estamos en una fiesta y hay que divertirse.

Algunos de los trabajadores contemplan en espectáculo esperando que se alargue todo lo posible. Otros tienen cara de estar a punto de gritarle al primero que pase si todo ese tiempo que están perdiendo en su trabajo se lo vas a devolver tú o quién. De un modo u otro, con expresiones distintas, todos comparten el mismo gesto de mirar el reloj.

El jefe de los chistes termina de hablar y le da unas fuertes palmadas en la espalda a Paul. Todos están esperando que digas unas palabras. Paul arruga involuntariamente el vaso vacío de plástico que sostiene en la mano izquierda.

— Sé que este es el momento donde se suele alabar a todos los compañeros y todo el tiempo que se ha pasado trabajando aquí... pero todo eso ya lo sabéis. Lo cierto es que anoche, tumbado boca arriba en mi cama me dio por pensar en la muerte. — Paul hace una pequeña pausa y mira a su alrededor, buscando alguna reacción de sorpresa. Le decepciona un poco no encontrarla.

— Si existe un icono de referencia para los que habitamos en esta oficina, sin duda es la muerte. La muerte no es la figura poderosa y macabra que muchos dibujan; tampoco una dama elegante. La muerte es igual que nosotros. La muerte es un oficinista amargado. 
Hubo un tiempo en el que no era así. Al principio, de becaria, cuando la vida aún andaba a gatas y ella tenía todo el oficio por aprender. Había una intención impetuosa en sus movimientos, un aire de ilusión, quizá algo ingenua, de cambio, de mejora y de ideas nuevas.  Se levantaba con ganas por las mañanas, trataba de hacer su trabajo bien. Quizá con cierta equidad, cierto sentido de la justicia, de no llevarse a alguien sin alguna razón, de ejecutar sin borrones.  Su motivación reforzada con promesas de encarnar dioses antiguos. Por supuesto, no exenta de humor negro. Pero siempre con pasión, su guadaña llevaba la precisión de quien está satisfecho por el trabajo que desempeña. Como la especialista que no era, pero a la que aspiraba, y que sin duda, algún día.
Pero poco a poco acabaron con ella, del mismo modo que el sistema acaba con todos nosotros. Fagocitado su ímpetu a golpe de calendarios y barreras. La fueron relegando a despachos más y más pequeños, más al fondo del pasillo, sin ventanas. Todas sus tareas empezaron a parecerle rutinarias; ya no distinguía matar un colibrí o un hongo; la venganza de la defensa propia; la asfixia de la contusión craneal. Dudando siempre sobre el por qué de su función, si por muchas vidas quitase, siempre aparecían otras nuevas. Los lunes empezaron a saber a lunes. Se acostaba y no dormía, dudando sobre la moralidad de sus actos, sabiendo que su función es necesaria, pero por qué tiene que caer su peso prematuramente sobre cierta persona en concreto y no cualquier otra. ¿Para quién trabaja realmente? ¿Quién se unta los bolsillos con todas esas almas que ella tramita pero jamás ve o toca?
Si cumplía estrictamente con su trabajo, los supervivientes la maldecían fieramente. Si concedía segundas oportunidades, los agraciados se creían dioses y la utilizaban para arrebatar cientos de vidas más. Después de que ella pasase, la injusticia siempre se cebaba con el difunto, que ya no puede defenderse. Y hacía un par de milenios que jamás llegaban palabras de agradecimiento de ningún ser vivo, a pesar de que ella trabajaba arduamente para ellos, que sin su esfuerzo, ninguno habría llegado a nacer.
Siempre infravalorada, con compañeros que la devaluaban constantemente. Allí estaba el amor, un novato que actuaba sin criterio, ni plan, ni lógica algunos, concediendo sus dones de la forma más inoportuna y sin embargo siempre cantado y alabado por todos. O el día y la noche, cobrando sueldazos desde tiempos inmemoriales cuando su única función era estar allí, aparecer en su puesto de trabajo. Por no hablar de la propia medicina, que directamente se ocupaba de ponerle todas las trabas posibles.
Normal que se fuese quemando. Normal que perdiese la ilusión por todo, y las ganas, y el humor  y el apetito. Alienada por exigencias imposibles, tareas sórdidas y objetivos repetitivos. Me la imagino ahora, arrastrando los pies por los pasillos del mundo, bajo fosforescentes que parpadean, en dirección a la máquina de café, y sin suelto para comprarse uno. Contando las horas. Matando rápido y mal para poder irse cuanto antes a casa. Sin disfrutar o lamentar ninguna de sus acciones. Siempre de luto por ella misma. Que ya no se limpia cuando la escupen a la cara. Es lo que toca, y arreando.

La sala estalla en aplausos y vítores. Ánimo Paul, te vamos a echar de menos, vaya vidorra que te vas a pasar cabrón. El jefe de los chistes levanta un plato con tarta, y ante la ovación de los presentes, lo restriega en la cara de Paul. 






24/10/14

Cinco puntos de vida

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Apenas soy capaz de ver nada con la lluvia de flashses, ni de reconocer voces amigas entre las mil que gritan más allá de la Alfombra Roja. Ante este confuso caos, del cual yo soy el epicentro, mi única defensa es sonreír. Sonrío dirigiendo la vista a cada cámara antes de que dispare, sin mirarla realmente, sin sonreír realmente. Con mi cara recia de posado, mi cara congelada e hipermaquillada dirigiéndose mecánicamente a cada objetivo cada vez que un reportero grita ¡Foto! Un giro neumático de cuello, una tensión aséptica de los músculos de las mejillas, y fabrico una pose aceptable, casi vendible. Como un truco de magia: nada por aquí, nada por allá.

Julián me dijo que esta vez tratase de poner algo más de esfuerzo con la prensa, pero me es imposible. No soy capaz de sentirme cómoda en este bullicio artificial. La histeria colectiva me deshumaniza, rebaja mi espíritu a la suela de mis tacones. Después de todo, sé que mañana no pasaré de una o dos líneas al final de un artículo en el periódico. Si la película sale bien parada tal vez incluso mencionen mi nombre por ahí. Pero, en cualquier caso, quedará ahogada en el titánico ruido de las grandes producciones palomiteras.

También sé que varias de las fotos que insistentemente se empeñan en tomar los reporteros aparecerán en distintas revistas para preadolescentes obsesionadas con la moda, o para menopáusicas cotillas, con el titular de “Los mejores vestidos de la gala 2013”. Nada más. No preocupará a nadie si he sido o no buena actriz, ni las infinitas horas extras para ensayos, ni toda la organización, el trabajo y la ilusión para que esto saliera adelante. En otra línea, dirán que iba acompañada de dos chicos, y todo girará en torno a eso,
a cuál le ponía ojitos, o si alguno fue un poco más galán que el otro conmigo.

No mencionarán en ningún sitio que escribí por mi cuenta un guion único, rompedor y elaboradísimo. No mencionarán las peregrinaciones por estudios o la interminable búsqueda de financiación. Cualquier modelo a seguir que podría ofrecer quedará eclipsado por la pregunta “¿Vistes de forma hortera?”.

Y flaqueo. Hay algo en todas las “Grandes Noches” que siempre me hace caer, rodar hasta un fondo oscuro donde estoy sola y no llegan ni los ecos de sus halagos superficiales. Volverme humo. Tal vez nunca llegue a hacer una película lo bastante buena, o tal vez nunca llegue a importar lo buena que sea, mientras haya una cara más bonita, un marketing mejor financiado pisando la misma Alfombra. Ahora los periodistas nos dicen que avancemos, toca el minuto de fama de los siguientes. Me fallan las piernas cuando voy a empezar a andar. Los brazos de mis compañeros me sostienen por un segundo. Mi cuerpo se mantiene, pero yo ya he rodado colina abajo. Entonces escucho un sonido por detrás. Es el clic de una cámara. Una cámara traidora que dispara por la espalda, donde no tengo herramientas para fingir; una cámara aliada que no se fija en mi vestido, ni en mi cara de posado, ni en mi maquillaje. Es una cámara que mira donde yo miro, y recoge lo mismo que yo recojo, como un asomarse, como la empatía en un instante, como una foto. Y, durante ese segundo, nos tocamos esquivando el ruido, y sonrío humanamente.




1/10/14

Poema inútil

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Cuando la magia del nosotros
se deshilvanó en el absurdo humo de un yo,
el aire se volvió espino.
Ya sabéis cómo va esto:
ella hizo conmigo lo que el invierno hace con los cerezos.

Perdí el sentido,
el significado de todo sustantivo abstracto
el norte (que ni siquiera tengo)
y las ganas de seguir buscándolo.

Pero no me rompí del todo: ni siquiera eso pudo conmigo.
Y la quería de forma tan desmedida;
tan idiota, tan idealista, tan abierta, tan incondicional...
que aún la deseé que fuese más feliz que nadie.
(porque sabía que no lo era)

El golpe (el auténtico golpe) vino al saber
que nada de lo que yo hiciese serviría para hacerla feliz.
Hasta el esfuerzo más sobrehumano
me deshumanizaba.
¡Qué ateo de mí mismo!
Ella que había jurado amarme
más que a su propia poesía
me rebajaba a menos de medio punto y coma
si no era capaz de sacarle una sonrisa.

Y porque sin eso, cualquier otra huella mía sobre el mundo
era efímera e intrascendente,
me sentí inútil.

Tan inútil como ningún otro ser humano 
ha pronunciado jamás esa palabra.
Tan inútil que echas de menos la candidez
de bailar sin música.
Tan inútil que envidias la comodidad
de la simple impotencia.
Tan inútil que te haces sombra a ti mismo.
Tan inútil
que no sirves ni para infravalorarte.





Tan    inútil,
que anhelas el pragmatismo

de las minas antipersona.





19/9/14

Despintando a Picasso

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A veces, me gustaría romper todas las normas y llorar.

Llorar de verdad, desgarradora y desconsoladamente. Llorar terrible, amargo. Llorar a gritos. Destruirme un poco en cada lágrima, porque cada lágrima es una parte no ahogada de mí. Llorar como quien no pierde la dignidad con el llanto, porque ya lo ha perdido todo.
Llorar desde la garganta y enterrado en su nudo.
Llorar como nadando en cebollas.
Desencajar mi cara con el llanto, rodar colina abajo con lágrimas grotescas, desesperadas y ardientes lacerando mis mejillas.
Llorar a moco tendido. Llorar patético y desaliñado. Sollozos de princesa, berridos de bebé.
Llorar con la valentía de poder mostrarme así de cobarde; llorar como un maricón, como decía mi padre.

Llorar por la estupidez, por el orgullo, por la pérdida, por la muerte, por la violación, por la violencia, por ese cáncer tan inoportuno, por la explotación, por el abuso, por la impotencia, que es la peor forma de no hacer nada, por esa vez que fui un gilipollas, y esa otra, y esa otra. Por el dolor, por el desamor y por el miedo; que de risa ya he llenado varios cupos.

Pero como de costumbre, no estoy solo ni siquiera en la intimidad. Ella siempre está observando, y cuando lo hace, se impone el toque de queda; las lágrimas se parapetan y se hacinan tras la retina, empantanándose con los años.





Hace unos meses (perdón por la espera), me llegó desde el Club de las Malas Costumbres un reto: debía elegir un cuadro de Picasso y escribir algo que me inspirase y que comenzase con la frase “A veces me gustaría romper todas las normas...”. Elegí esta entre todas sus obras, porque fue la primera que de verdad consiguió decirme algo.

Por aquel entonces, yo aún era un niño que vestía uniforme para ir a un colegio de educación primaria. Recuerdo que a esa edad ya habíamos oído hablar de Picasso como uno de los grandes pintores de la historia, pero no éramos capaces de comprender su fama. Para nosotros era alguien que ni siquiera era capaz de dibujar una persona recta o de pintar los ojos a la misma altura en la cara. Recuerdo también que en casa teníamos sendas reproducciones de dos de sus cuadros, una mano con unas flores y el rostro de una persona. Ambos garabateados de forma muy simple. La cara ni siquiera tenía boca. Eso era capaz de hacerlo hasta yo, y a mí me suspendían en pintura.

Lo asociábamos todo a un problema de histeria colectiva. A la gente no le gustaba Picasso porque fuese bueno; la gente decía que era bueno porque era Picasso. Sin entrar a analizar cuánto de esta afirmación es cierto, también lo es que negar categóricamente a Picasso no es lo más inteligente del mundo. Todo esto cambió con un libro de historia. En sus páginas se hablaba del sufrimiento y la muerte durante la guerra civil; y junto al texto, la foto del cuadro. Entonces algo hizo click. Como un pinchazo que me recorrió todo el cuerpo. No vino en forma de palabra, pero si lo hubiera hecho, esta habría sido desgarrador; sentir dolor desgarradoramente. Romperse de dolor.

Entonces comprendí.



No quiero que suene a excusa (aunque probablemente sea inevitable), pero por aquel entonces aún éramos niños. Hacíamos lo que nos habían enseñado, y lo que es peor, juzgábamos como nos habían enseñado a hacerlo. Toda nuestra percepción se basaba en que el talento tenía que ser medible. Velázquez era bueno porque imitaba bien la realidad, esa era la forma de discernir un pintor bueno de uno malo, de ahí salían las notas que nos ponían en plástica. Así se aprobaban los exámenes. En comparación con eso, estaba el arte por el arte de un Picasso, pero ¿cómo se medía la sugestión? ¿cómo se evalúa el significado?

Mucho antes de darme cuenta, yo ya estaba siendo cortado por el mismo patrón. Siempre había sido un niño con una imaginación desbordante y muy elogiada por todos; pero al mismo tiempo, recuerdo la frase “eso no se hace así” como un eco fundamental cada vez que ingeniaba una extravagancia, cada vez que mis ideas se salían de cierto marco que yo no era capaz de delimitar. Repetido hasta el hastío, como un muro de carga educacional. El examen día a día, la nota en la asignatura de normalidad.
Hoy en día, uno de mis hobbies es echar la vista atrás y preguntarme cuántas piezas han logrado desbastar para perfilar el cuadrado sin aristas que soy ahora.

Desde luego, siempre tuve una rebelión interna contra todo ese proceso, pero nunca llegó a verse fuera. A la hora de la verdad, no supe plantar cara. Después de todo,  la otra cosa de mí que me arrancaron durante mi infancia, con excelentes resultados, fue mi autoestima. Como si hubiese sido un plan cuidadosamente trazado desde el principio.

De ahí mis ganas de romper todas las normas. A veces también me gustaría llorar por eso.

4/9/14

Elena

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Suele nadar alienando su melena en el agua.
Huelen a miel en ámbar
si Selene alinea en suaves líneas
de melé nacarada.

El enano elenco que él enaltece:
duelen aliteradas las eles nacidas de lenares.

Él, fiel en ascuas por el enajenamiento
del Babel enarbolado
sobre el lívido papel enaguado
con negra tinta.

Es normal tras el acuático espectáculo
que él apele nada más porque lena de ella
baile sobre su piel enardecida.

Y yo sufro; porque en el enarmónico ruido en que nos comunicamos,
ni siquiera Elena entenderá
las líneas que le escribo.



Estrenamos nueva temporada en el blog con más ganas, más relatos, más poesía, un 13% más de palabras por publicación, más sorpresas, más cacofonías, más todontes y más entradas con audio incluído, como, sin ir más lejos, esta:




22/7/14

Entomología de aeropuertos

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Estás a las puertas de un aeropuerto, uno distinto al que estuviste ayer. Aún quedan dos horas para que salga tu avión, y estás sentado en el borde de una enorme maceta junto a la parada de taxis. Aquí el clima es bastante más cálido y húmedo, y sientes tu viscosa transpiración empapándote por completo, y haciendo que la ropa se te pegue al cuerpo. Comienza una tímida lluvia, tan tímida que no consigue consolidarse en algo más sólido que un levísimo chispeo. Caen cuatro gotas en tres minutos, gotas afiladas como pequeños aguijones que se secan antes de que puedas sentir nada más que el impacto. El alivio se evapora al instante, y sudas más.
Segundos después, como llamada por el agua, comienza una segunda lluvia. Cientos de insectos, recién despertados del letargo, caen perezosamente desde el techo como goterones pesados; como caen las cosas que acaban de perder toda su voluntad. Las sabandijas son como hormigas con alas, que parecen haberse olvidado de usarlas, y se arrastran en enjambre, dejándose caer desde siete metros sobre tu pelo y tus brazos, como un escuadrón suicida, haciendo un ruidito bajito y sordo al golpear contigo y contra el suelo, que te recuerda al sonido de la lluvia en una ventana.
Por alguna razón que luego no te preguntas, no sales corriendo a refugiarte bajo el techo como el resto de transeúntes, sino que te quedas en tu misma posición, aguantando estoicamente, dejando que los formícidos te usen de colchón y reboten contigo antes de seguir su camino hasta el asfalto.

Estás en otro avión. Has olvidado ya de donde venía y a dónde va exactamente. Sólo sabes que estás en un lugar a no sabes cuantísimos miles de metros sobre el suelo, y que este lugar, a base de repetición, de viaje tras viaje sin descanso, se ha convertido para ti en algo más familiar que tu propia casa. Te sientes cómodo entre el fuselaje duro y los asientos estrechos. Ya no te aterroriza la posibilidad de caer y explotar. Hay algo en el zumbido de los motores que te resulta muy relajante, y te dejas llevar por él, como una melodía de buenas noches mientras te quedas placenteramente hipnotizado por la luz que indica prohibido fumar.

Estás tumbado en tu cama boca arriba. Tu cama de verdad, la de tu casa de verdad. Miras al techo fijamente. Son las cuatro y ocho minutos de la mañana. Afuera llueve con fuerza. Para mucha gente, el sonido de la lluvia es relajante y les ayuda a dormir, pero para ti, el ruido sordo del golpeo de las gotas contra el cristal te revuelve por dentro. Te quedas boca arriba, tapado por una sábana. Inquieto pero completamente inmóvil, esperando a que la lluvia decida parar y puedas cerrar los ojos.

Una regla importante en tu negocio es que debes ser sincero contigo mismo, pero no con los clientes. Una consecuencia directa de esa regla es saber que los equipos que tú vendes no los querría nadie en su sano juicio, y desde luego no valen lo que cuestan. El hombre que tienes en frente parece encantado con su nueva adquisición. Es la mejor manera, cuanto más les dure la alegría, más fácil es que sea demasiado tarde cuando pretendan devolvértelo. Cuenta los billetes con dificultad, mientras con ojos ensoñadores te habla de su nieto. Dirías que tiene más de setenta años y una artritis bastante severa. Tiene ambas manos llenas de picaduras de mosquito. No sientes nada al guardarte su dinero en el abrigo. Quizá una pequeña rémora de tranquilidad del trabajo cumplido, pero nada que se pueda acercar a la alegría o la felicidad. Mucho menos al remordimiento. No es que te haga feliz ir vendiendo estafas, pero sabes que la honestidad no va a pagar tu hipoteca, el banco ya te exprime lo suyo. Al final sabes que no eres más que uno más en una inmensa cadena de chupasangres, y te sientes tranquilo con eso. Mientras te alejas de la casa, sacas una pequeña libreta y apuntas la venta y la dirección. Después, en una de las últimas páginas, las de notas no relacionadas, escribes: “No puedes culpar a un mosquito porque su naturaleza le lleve a picarte, pero eso no significa que tengas que tenerle ninguna clase de aprecio”.

Despiertas en un avión. Es de noche. La mayoría de la gente duerme, exceptuando un par de personas que leen bajo sus lucecitas encendidas. El asiento de tu derecha está vacío. Decides recostarte sobre él. Al apoyar tu mano, la tela se comba de una manera extraña con un crujido. Al instante, un enjambre de insectos sale de debajo como un chorro deforme, moviéndose erráticamente desesperados. Son de distintos tamaños y especies, desde minúsculas arañas a escarabajos del tamaño de tu pulgar, pasando por las cucarachas. Lo único que comparten todos es el mismo color negro opaco. Rápidamente comienzan a trepar por tu brazo. Tú los observas, incapaz de reaccionar para quitártelos de encima, o para retirar la mano, y en un instante ya cubren completamente tu brazo hasta más arriba del codo, como una especie de líquido negro y hormigueante. Los sientes subir y bajar, trepando unos por encima de otros, moviéndose cada uno de ellos en una dirección distinta, pero avanzando en bloque y colándose ya por debajo de tu camiseta y cubriendo tu hombro. No eres capaz de desviar la mirada. Todo el avión está en silencio, salvo por el sonido que hacen los bichos al moverse, una especie de crujido, como de masticar arena. Alguno más aventurero comienza ya a explorar zigzagueante tus labios.
Despiertas en el aterrizaje, con la sacudida del avión contra la pista. Sientes el brazo derecho irritado, pero no haces ademán de rascártelo. A tu lado, un hombre delgado con la piel muy grasienta te mira con ojos desencajados.

Los escalones que llevan hasta la casita tienen musgo verde a los lados. Hoy hace un calor seco infernal que parece llevarse toda tu energía y hace que cada uno de tus movimientos te cueste un esfuerzo terrible. Luchando contra el agotamiento, ajustas el nudo de tu corbata, frotas tus manos rápidamente como si te las lavases, llamas al timbre. Se escuchan ruidos de actividad en la casa. Unos segundos después una chica de aspecto cansado te abre la puerta. Nada más verla, tus antenas zumban de emoción. Sin duda alguna es una víctima fácil, y muy jugosa. Casi puedes respirar el olor dulzón de su sangre. Sonríes y te presentas. Le extiendes un folleto que mira con desconfianza. Intenta apartarte, pero sin ninguna convicción, como quien da un manotazo al aire sabiendo de antemano que va a fallar. Lo esquivas sin dificultad y continúas con tu ataque. Tus alas vibran de emoción bajo la americana. Ahora ya no te queda ninguna duda de que vas a lograrlo. Tal vez vuelva a intentar defenderse, pero con la misma futilidad que antes. Tal vez haya un nuevo manotazo, o dos, pero sin duda terminará picando. Al final todos lo hacen.



9/7/14

Infierno

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Decían de él que no cumplía años: cumplía sueños.
Aunque sus sueños fuesen pesadillas
enrevesadas,
recurrentes
y circulares,
de las que era imposible escapar.
Exactamente igual que su vida.

Porque él cumplía sueños,
pero no cumplía años.



28/4/14

El hombre que revolucionó el séptimo arte

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Recorte de la entrevista a Arturo Blanco Arroyo, “El hombre que revolucionó el séptimo arte" para la revista ‘Doce Lunas Rojas’ en septiembre de 2006, es decir, seis años antes de que inventase el cine fragmentarista, y seis meses después de su primer gran logro cinematográfico:



Unos tímidos golpes en la puerta de la habitación donde nos hemos citado nos anuncian la llegada de Arturo Blanco. Nadie diría que el sujeto larguilucho, delgado y calvo que sonríe nerviosamente en el umbral es una de las mayores figuras de la historia del cine. Evita mirarnos a los ojos mientras se dirige tímidamente al asiento que tiene reservado.

Mantiene la vista distraída y ausente, mirando hacia ambos lados, arriba y abajo mientras habla, pero cuando escucha fija a través de los cristales de sus gafas sus ojos oscuros en el interlocutor, casi sin parpadear, atento al más mínimo detalle. Charlamos un rato con él y se nos muestra como una persona afable y humilde a pesar de su alto estatus. Una vez que hemos cogido confianza mutua, comenzamos la entrevista:


Vale ¿Está grabando ya? Pues... ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí... bueno, pues eso, que no, yo nunca me había dedicado al mundo del cine, veía películas de vez en cuando, claro, como todo el mundo, pero nunca he sido un gran entendido ni nada. Simplemente un día se me ocurrió una idea para una historia mientras estaba en la oficina, y decidí escribirla en cuanto llegase a casa, pero una vez allí no me salían las cosas, no conseguía poner con palabras lo que veía en mi cabeza, es que yo soy de números ¿sabe? Desde pequeñito. Cinco años llevo trabajando de contable... desde que... Vale, perdón, sigo. Entonces llamé a un amigo que le gusta mucho escribir y me dijo que si era capaz de visualizarlo pero no de escribirlo entonces igual lo que tenía que hacer era un corto cinematográfico.

La idea me pareció muy original y parecía divertida, así que empecé a escribir un guion y ahora sí, imaginándomelo las cosas salían mejor... ¿Le importa que fume? Ah, ya, claro... no, no se preocupe, no se preocupe. Vale, como decía las palabras salían mejor, salían tan bien, que en vez de sólo escribirlo y ya está se lo enseñé a unos amigos y les convencí para que lo grabásemos. Yo me quedé como director y cámara, usamos la cámara de Nacho que le trajeron los reyes, porque a mí no se me da nada bien actuar, y ellos... bueno tampoco son nadie famoso, pero le ponían ganas, y nos echamos muchas risas, y en un par de días teníamos todas las tomas hechas. Luego me puse yo con el ordenador a juntar los trozos, quitar lo que no valía, poner la música y todo eso, que es un proceso larguísimo, pero me lo pasaba bien también, y se lo mandé por internet a todo el mundo que conocía en plan: “mirad que guays somos, mirad qué corto hemos hecho".

Y de repente uno de ellos, un amigo que hacía años que no hablaba con él, me devuelve el correo y me dice que eso está muy bien, que lo ha visto un colega suyo que estudió comunicación audiovisual y que está metido en el mundillo y que le había parecido... ¿Qué palabra fue la que utilizó? Ah, sí, “sublime". Le pareció sublime y si yo le dejaba iba a hacer unas llamadas a gente que conocía. A mí me pareció que era una coña ¿no? Pero le dije que vale porque quería ver a dónde llevaba todo eso y además mi amigo siempre había sido un buen tío y no le haría una putada gorda... perdón, eso no puedo decirlo ¿no? ¿Ah, sí? Bueno, igualmente intentaré que sea la última... Pues eso, que él nunca haría daño a una mosca y en el mejor de los casos nos echaríamos unas risas.

Total, que a la semana me llaman y me dicen que me han conseguido colar en un festival que se llama Curt Ficcions y yo flipando porque insisto, no soy más que un contable, no se casi nada de la gran mayoría de las cosas, no leo más de tres o cuatro libros al año, escucho la música que ponen en la radio y al cine voy como mucho un par de veces al mes... soy un tío sencillo, y me iba a rodear de la creme de la creme de la intelectualidad barcelonesa.

Pero aun así decidimos animarnos, así que nos cogimos el coche y nos subimos a Barcelona. Claro yo llegué al festival sin conocer a nadie. Fui con dos amigos con los que había rodado, pero a parte de ellos no conocía a nadie, y toda esa gente imponía mucho, y se notaba que nosotros no encajábamos allí, así que nos quedamos en nuestro sitio al final del todo, sin hacer mucho ruido ni llamar demasiado la atención. Hubo un momento, después de estar mucho tiempo allí que nos preguntábamos para qué habíamos ido, y de hecho yo llevaba un rato dándole vueltas a la idea de largarnos, pero me daba vergüenza porque no quería que nadie pensase que les estábamos haciendo un feo, ni que era una falta de respeto ni nada. Entonces de repente nos iluminan con unos focos y dicen el nombre de nuestro corto y la gente empieza a aplaudir y Javi me da un abrazo y me dice “¡Hemos ganado, tío, hemos ganado!" Y me levanto y me dicen que tengo que subir a la tarima a recoger el premio y dar un discurso, así que llego a la tarima tambaleándome y con visión de túnel, porque estaba muy nervioso. Estaba tan nervioso que no sé ni lo que dije, porque no tenía ningún discurso preparado, porque en realidad el corto no decía nada y... en fin, nunca pensé que tuviésemos ninguna oportunidad de ganar... Creo que todo lo que dije fueron agradecimientos a toda la gente que conocía, pero... no sé, ahora lo recuerdo como si sólo hubiera soltado balbuceos... estaba muy, muy nervioso... ¿Puedo tomar un poco de agua? Gracias.

Bueno pues después de la entrega de premios se me acerca mucha gente que quería hablar conmigo. Decían que yo era un genio y que había revolucionado el cine. Yo les sonreía y les decía que sí, y que gracias, y luego que en realidad no, que no era para tanto, pero sobre todo procuraba no hablar mucho, porque aunque aún no terminaba de creérmelo, me daba miedo que decidiesen quitarme el premio, porque yo sabía que no me lo merecía.

Y luego se me acercó aún más gente, algunos querían un autógrafo, también había abogados y representantes que querían que me asociara con ellos para que no abusasen de mi trabajo. Y críticos que vertían sus opiniones a grito pelao entre el barullo del gentío. Y periodistas que me hacían mil preguntas que no alcanzaba a oír o no me daba tiempo a responder. Y un par de representantes de estudios de cine que querían que yo participase en sus nuevos proyectos. Y también un señor que me ofreció comprar el corto por una pasta para reeditarlo y remasterizarlo, y gente que me decía que no lo hiciera porque si no se perdería la esencia. Y cámaras de fotos y de vídeo, y más gente, y flashes, y focos.

Yo le decía a todo el mundo que sí, y que ya hablaríamos más detalladamente, porque estas cosas tengo que verlas en frío, porque si no me lío y no sé lo que firmo y lo que no. Bueno, menos los autógrafos, claro, los autógrafos sí los firmaba en el momento, aunque nunca sabía que poner, y me daba vergüenza poner solo mi firma, pero había tanta gente que al final no había más remedio. Además me dieron un montón de tarjetas. Tantas que al final no sabía dónde guardármelas, no me cabían todas en el bolsillo y tuve que pedir a Javi y a Nacho que se quedasen con un taco cada uno. Estoy seguro de que perdí más de una y más de dos aquella noche, pero da igual, porque luego tampoco pude llamar a la mayoría de las que me quedaron.

Lo estuvimos celebrando toda la noche. A la mañana siguiente nos despertamos por un lado extasiados, pero por otro no entendíamos lo que había pasado y no sabíamos qué hacer ahora. Salimos a la calle y había gente que me reconocía y me saludaba y me daba la enhorabuena y decían que el corto les había encantado. También vimos que nos nombraban en la mayoría de los periódicos, algunos incluso en la primera página, así que los compré todos para tener un recuerdo. Era como una especie de sueño. Y al final del día ocurrió lo más sorprendente: me llamaron para decirme que contaban con nosotros para el festival de Cannes.

Luego pasaron dos meses entre llamadas, papeleo, preparativos, varias entrevistas y muchos nervios. Yo estaba más asustado que en toda mi vida. No sabía si me aterrorizaba más la idea de que nos acabasen echando del festival a patadas o de que me diesen otro premio. Fueron días horribles, por las noches en vez de dormir me pasaba las horas dando vueltas y vueltas en la cama, y por el día estaba cansadísimo, y con ojeras, y muy irritable, y no era capaz de hacer nada; y en el fondo, una gran parte de mí estaba deseando que me llamasen de Cannes y me dijesen que no nos molestásemos en pasarnos por allí, ni por ningún otro festival de cine jamás.

Y por fin llegó Cannes, pero ahí yo ya estaba mucho más preparado, por la experiencia anterior y porque ya sabía a lo que iba, y ya tenía a un abogado y un representante para ayudarme. Y me había leído varias críticas en revistas y en internet y me empezaba a hacer una idea del enorme impacto social que estaba teniendo el corto; y no conseguía entender por qué, porque yo no había hecho nada más que un simple corto casero y todo el mundo lo calificaba con palabras que no había oído en mi vida y le atribuían sentidos y significados en los que ni siquiera se me habría ocurrido pensar aunque los hubiera tenido en frente de mis narices. Tengo... tengo aquí en el bolsillo una que leí hace poco y que me guarde por si... espera un segundo que la encuentre... aquí está mira: “Una metáfora de la vida, una impecable alegoría del ser humano. Su aparente sencillez contrasta violentamente con su profunda complejidad en una dicotomía salvaje. Te abre al alma de par en par, adentra en lo más profundo de tu ser. Todo el mundo se conoce un poco mejor después de haberlo visto".

Yo... os aseguro que el corto que yo escribí no hacía todo eso. Una vez dos personas se pusieron a discutir delante de mí sobre si una de las escenas era un burdo plagio a Kafka o por el contrario una magistral referencia a la obra de Kafka. No supe cómo decirles que yo en mi vida había estado a menos de cinco metros de nada que Kafka hubiera escrito. Pero habría dado igual, si alguna vez trataba de explicarle a alguien lo de que en realidad yo no había hecho nada, ellos respondían con que la obra había conseguido sublimar al creador. Sublimar al creador: lo cual aparentemente aumentaba aún más mi genialidad. Y así llegué a Cannes, ahora todo el mundo me conocía y me saludaban casi como si yo les conociese a ellos, y en la alfombra roja se me acercaron periodistas y me hicieron mil preguntas y tuvo que venir uno de seguridad a decirme que teníamos que seguir andando porque obstaculizábamos el acceso a los demás.

Esta vez nos sentaron delante, al lado de varios famosos, incluso había momentos en los que parecía que les eclipsaba. Aunque yo seguía con la misma sensación que tuve en Curt Ficcions de que no pintábamos nada allí y tarde o temprano alguien acabaría dándose cuenta. Aun así, después de toda la expectación que habíamos creado, no fue tanta sorpresa cuando nos dieron la palma de oro al mejor cortometraje. Esta vez sí que tenía un discurso preparado y todo eso, aunque me volví a poner muy nervioso en la tarima, y a balbucear, y a sudar muchísimo con el esmoquin y los focos, pero no parecía importarle a nadie, y todos me aplaudían aunque tartamudease o no se me entendiera bien lo que decía.

Después de la entrega de premios empezó a ocurrir algo increíble. La gente se me acercaba y me llamaban cosas como “el gurú del cine contemporáneo" o “el hombre que revolucionó el séptimo arte" y cosas por el estilo. Había quien aseguraba que mi corto les había cambiado la vida. Una mujer me contó que había viajado cincuenta y seis horas en coche sólo para poder tocar la mano que había escrito el corto; mi mano.

Luego los había que se ponían a hablar de política y filosofía y economía y literatura y desarrollaban grandes ideas y citaban a los grandes pensadores en largas retahílas y yo me limitaba a asentir, y a tratar de aprender algo. Sí, en serio, no lo digo por quedar bien, trataba de aprender algo porque sabía que toda esa gente sabía mucho, pero me era imposible porque no entendía casi nada de lo que decían. También pasé por el peligroso trago de que me preguntaran que qué tenía planeado para mi próximo corto y tenía que decir que aún nada, porque era cierto, no tenía ninguna idea nueva, nunca he sido un hombre de grandes ideas, solo había tenido una en la vida que parecía haber dado en una diana que yo no alcanzaba a ver, y estaba seguro de que como todo el mundo me tenía en un altar, cualquier cosa que hiciese ahora iba a ser una gran decepción para todos, así que de momento no me atrevía a hacer nada.

Pero lo peor era sin duda cuando hablaban conmigo sobre cine, porque ahí sí que todo el mundo debía esperar de mí una opinión erudita y fundada, pero yo no conocía la mayoría de las películas de las que ellos hablaban, y aunque lo hiciese, soy de los que siempre confunden actores y directores y nunca estoy seguro de quién hizo qué, porque no soy nada bueno para los nombres. Entonces me pasaba dos minutos hablando, pero sin decir nada en realidad, todo el rato esperaba que de un momento a otro alguien dijera algo como “¡Este tío es un fraude!" pero nadie lo decía nunca. No solo eso, sino que a los dos días me encuentro un artículo en el periódico que habla sobre mí y que defiende que para volver a la auténtica esencia del arte es necesario estar completamente vacío de conocimientos de arte, y que es el único modo de no verse influenciado por los grandes maestros y poder conectar auténticamente con el artista interior, alcanzando así una originalidad completa. A la semana siguiente hubo una desmatriculación masiva de alumnos de bellas artes.

Entonces me di cuenta de que, haga lo que haga, es imposible que yo defraude a nadie a estas alturas. Hiciera lo que hiciera siempre me alabarían. Cualquier error sería considerado como algo típico de la mente del genio y eso en parte era un alivio, porque me libraba del estrés de ser juzgado constantemente por miles de personas que ni me conocían. Pero al mismo tiempo me molestaba, me daba rabia; porque eso significaba que en realidad nadie me escuchaba, simplemente veían lo que querían ver y oían lo que querían oír. Yo soy un genio y mi corto es lo mejor que han visto en sus vidas; cualquier cosa que se saliese de ese esquema era ignorada o reinventada para que se ajustase al esquema. Era algo irritante, a veces me lo imaginaba como una burla constante.

El summum llegó cuando fui elegido indiscutiblemente persona del año por la revista Time. ¡Y estábamos aún en junio! Era estúpido. ¿Daban por hecho que era imposible que nadie hiciese un logro mejor? ¿Y si a alguien se le ocurría descubrir la vacuna contra el cáncer, o los científicos del CERN encontraban el origen del universo o...? ¿Tan ridículo era? Perdón es que este tema me... en fin... ¿puedo tomar un poco más de agua? Gracias.

Bueno, pues todo esto... la entrevista, digo, era para... creo que me he explayado más de lo que debería, porque en realidad lo único que quería era contar toda la historia para que la gente supiera... para que todos pudieran formarse una opinión, que todo el mundo comprendiese que quizá lo único artístico del corto que hice es demostrar cómo algo tan sencillo como esto podía impresionar a algunas personas y luego hincharse y mitificarse y con la publicidad y los medios y que nadie se parase a pensarlo en serio, y se volviese algo enorme con muchas cosas que no son suyas en realidad y que probablemente no se merece pero... No sé expresarlo bien, no consigo explicarme, pero he estado pensando, y ya he empezado a preparar un nuevo corto para que todo el mundo comprenda; es necesario que todo el mundo lo entienda. No puede seguir así. Bueno... creo que eso es todo, ya puedes... ya puedes apagar la grabadora. Muchas gracias.




21/4/14

El ojo fragmentarista

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La tela de la silla cruje un poco con cada tenue movimiento del director, que suele tener ocasionales espasmos cuando está nervioso o muy concentrado en algo. Sin embargo, el leve crujido no es algo que llegue a inmutarle o desconcentrarle. Observa con detenimiento la escena; es decir, sus ojos la observan con detenimiento, pero sería evidente a cualquier metaobservador externo que su mente está disparándose por vías más complejas, hasta el punto de que es casi posible ver las motitas de luz que desprenden sus ideas y especulaciones justo encima de su cabeza.

A sus espaldas, por delante y por encima de él hay un total de siete cámaras TIFE-kPRO captando simultáneamente la imagen central. Cada una de ellas está manejada por un operador experto con libertad casi total para seleccionar los planos que, a su criterio, sean más convenientes y causen un mayor efecto. Posteriormente será necesario seleccionar la toma de una o varias de las cámaras — y en ese último caso sumar, combinar, difuminar o sustraer parcialmente las distintas tomas mediante laboriosas técnicas de procesado — que formarán parte de la película final, esto, claro está, en caso de que la escena en cuestión realmente sirva para la película.

En el plató/escenario, delante de una gigantesca pantalla de croma, y ataviados con elásticos trajes de captura de movimiento, Diego y Lucía interpretan una acalorada discusión cuyo tema central parecía ser la madre de Lucía, y que poco a poco ha ido derivando hacia un grotesco pegote marrón de origen desconocido que apareció esta mañana en una cucharilla de café que supuestamente debería estar limpia. Arturo, el director, hace una rápida y corta negación con la cabeza. Aún es pronto para decirlo, pero inicialmente ese pequeño drama familiar no encaja con el tono él que quiere darle a la película y que de momento parece que ésta podría llegar a tener, y seguramente la escena acabe descartada. En voz baja, pero firme, susurra a su ayudante esta idea, y el ayudante la garrapatea velozmente en la ficha.

Por lo general, a Diego no le gusta improvisar con Lucía; de los siete actores que participan en la película, Lucía sería la quinta en orden de preferencia como pareja escénica, solo por delante de Luis. La sensación que ella le provoca no es tanto de desaire como de incomodidad; el tipo de incomodidad que se produce cuando hay cierta pérdida de control, y la pereza que le produce la anticipación del desgaste mental que predice que necesitará para reconducir la situación y volver a ganar ese preciado control. Lucía es de esas actrices que cuando improvisan, parecen tener la necesidad de incluir muchísimos cambios y muy rápidos, lo cual suele estar muy bien, siempre y cuando no se abuse de ese recurso, y abusar es precisamente lo que, a juicio de Diego — y según él, no es el único —, Lucía hace.  Para él, ella es algo similar a las típicas personas que te someten a un interrogatorio desbocado y hacen preguntas nuevas mientras aún estás empezando a contestar la anterior.

Diego se considera a sí mismo un improvisador de gran formación académica. Ha leído, prologado y participado en decenas de libros de métodos actorales y se pregunta, no sin cierta prepotencia,  cuáles de sus compañeros pueden presumir de algo similar. Lucía tiene muchísima experiencia, sí, pero Diego sabe perfectamente, porque ha leído y escrito, y entrevistado, y estudiado, y contrastado sobre ello, que una vez que se adquiere un vicio, la experiencia sin una sólida base teórica detrás no hace sino ampliar ese vicio y potenciarlo. Es lo que tiempo después se vende hipócritamente como el estilo personal de cada uno, cuando un profesional auténtico no debería tanto tener su propio estilo como ser capaz de dominarlos todos. Cada vez que Lucía hace un cambio en escena, Diego tiene ganas de pegarle en la frente un ensayo de cuarenta y siete páginas y media de cosecha propia sobre la importancia de saber mantener una escena y dejar que se desarrolle. Hay personas que tienden a cambiar demasiado la escena para dar siempre aire fresco al público y que nunca se aburra, pero el no dejar que nada llegue a nada nunca es otro factor que aburre y confunde aún más a un público exhaustamente hiperventilado.

Durante esta etapa del rodaje, la función del director consiste casi exclusivamente en la observación. Su ojo experimentado analiza, memoriza y relaciona con escenas anteriores, buscando todas las interpretaciones e interrelaciones posibles. Buscando historias con un mínimo de sentido en la maraña de escenas independientes e improvisadas. Hay una historia congruente que puede extraerse de ese aparente caos inconexo. Siempre hay una. Es una búsqueda a un nivel más intuitivo que consciente. Al final, desde el punto de vista del director, el cine fragmentarista es como una especie de puzzle animado. Un puzzle donde las piezas pueden ser editadas: mediante la iluminación, el sonido, los colores, los contrastes, y toda la gama de efectos especiales que permite la tecnología. Y la finalidad del puzzle no es juntar las piezas para emular la imagen que se vende en la caja, sino seleccionar las mejores y utilizarlas para encontrar en ellas la más maravillosa de todas las imágenes posibles.

Aunque a la hora de grabar lo habitual es darle toda la libertad a los improvisadores — o al azar, por ejemplo, para elegir un formato o un título para la improvisación — algunos cineastas prefieren dar pequeñas directrices en cinco o diez de las últimas escenas para redondear el argumento de la película con la idea que ellos tienen en la cabeza y evitar que algunas de las escenas queden metidas con calzador. Sin embargo, es una práctica que Arturo detesta. Como todo buen pionero de un género o movimiento, aunque está siempre abierto a toda clase de innovaciones, es férreamente inflexible en lo que se refiere a la posibilidad de violar la forma básica del mismo, la norma primera que se convierte en razón de ser del género.
Mucho ha cambiado Arturo desde aquella primera película suya que ganó tantos certámenes internacionales sin que él mismo entendiese por qué. Ahora se sabe y se siente artífice y responsable de su propia obra, trabaja con un objetivo claro, aunque no deja de echar de menos la ingenuidad de la genialidad pura; quizá por eso inventó el cine fragmentarista, como una vía de escape de toda la rigidez académica y formal. El azar como cimientos, el artista como descubridor, y libertad absoluta.

Elena sigue dudando entre salir al escenario o no. En parte por algo que ella definiría como vergüenza, aunque en realidad se trate de algo más parecido a un complejo; siente que como actriz no está a la altura de dos grandes figuras como Lucía y Diego, que tienen bastante más nombre y bastantes más tablas que ella, y consiguen que a su lado ella vuelva a sentirse una novata y a revivir la sensación de adrenalínica ansiedad de las primeras veces antes de subir a un escenario. Ahora, y durante los últimos días de rodaje, le ha costado por lo general adaptarse al ritmo de los cambios de ritmo que impone Lucía. Más aún le amedrenta Diego, que es desagradablemente prepotente y mira por encima del hombro a todos los demás improvisadores, pero más aún por encima (de una forma ridícula, girando la cabeza como si fuese un búho) a los que peor currículum tienen. Y da la casualidad de que, aunque el currículum de Elena sobre el escenario es francamente impresionante, es el menos impresionante de todos los que hay en la sala. No es que Elena vaya a acobardarse ahora ante alguien como Diego, pero es un hecho que le hace sentir incómoda, y no es ella misma sobre el escenario cuando se siente incómoda y eso es un dato que ella conoce bien y le provoca aún más incomodidad si cabe.

Sin embargo, no son Diego ni Lucía quienes la tienen pegada a la silla. Al fin y al cabo, la ansiedad, la vergüenza y el miedo siempre han desaparecido de la mente de Elena en el mismo instante en el que saltaba al escenario. Esta es la tercera película en la que participa Elena, y la primera de cine fragmentarista. Eso no la pone más o menos nerviosa que las otras dos veces, pero no puede evitar acusar la falta de público como barómetro para saber qué gusta y qué no, y si la improvisación va bien o si va siendo necesario un cambio radical. El único faro con el que podría contar sería Arturo, pero el rostro de esfinge del director permanece siempre inmutable, incapaz de ofrecer una sola pista, menos concentrado en lo que ocurre en ese instante que en tratar de integrarlo todo en un inmenso plano global; lo cual, a juicio de Elena, atenta radicalmente contra la filosofía misma de la improvisación.

Pero más aún, más que sus compañeros, o la ausencia de público, lo que de verdad mantiene a Elena con el culo  clavado al asiento, son las cámaras. Elena ha descubierto en cada una de ellas un ojo artificial. Un ojo terrible e incesante que nunca parpadea. Siete ojos abiertos, siempre fijos en ella, impersonales, inexpresivos, inhumanos. El juego de lentes causa además que quien mira en su interior sienta que está mirando una catarsis, una visión infinita, o a una nada; un vacío capaz de arrebatárselo todo. Esos ojos llevan inscritos en sus retinas semitransparentes la opacidad de la mismísima muerte, y aunque Elena evita posar su mirada tenue en el abismo de los siete, nunca deja de ser consciente de cómo los ojos se retuercen, para perseguirla, en sus grúas articuladas como voyeurs robóticos, con un acoso vomitivo y un desinterés aséptico. Entonces, algo le tiembla por el cuerpo a Elena, y decide que es mejor no salir al escenario, al menos por el momento.

La voz de Lucía es limpia y bien modulada. Uno tiene la sensación de que podría pasarse horas simplemente escuchándola hablar de cualquier cosa. La silla del director cruje ocasionalmente. Aunque Arturo se niegue a reconocerlo, en cierta medida se siente inseguro de lograr estar a la altura de lo que piensa que el público y el mundo del cine espera de él; quizá por eso inventó el cine fragmentarista, un estilo que está basado más en la búsqueda que en la creación. Un trabajo más propio de un analista que de un artista. Delegar toda la responsabilidad posible en los improvisadores. Comodidad, la vía fácil camuflada de transgresión y de un estilo innovador. Éxito apabullante en el exterior, pero una espinita, nunca acallable del todo, de cobardía en el interior.

Lucía da una palmada y hace un cambio de escena; Diego no puede evitar una cara de violenta desaprobación dirigida hacia ella. Arturo se gira hacia su ayudante y le dice que tache lo de que la escena es inservible, y lo cambie por que quizá pueda valer, especialmente el último tramo, si la película acaba incluyendo escenas relacionadas con el abuso de la bebida (ginebra a ser posible) o disertaciones entre eruditas y cómicas sobre el teatro del absurdo. El ayudante tacha y reescribe tal y como le han dicho. Cada escena tiene una ficha con apartados para el tema general que se trata, los giros argumentales, actores que improvisan y cuándo entran y salen, número de cambios, un rectángulo enorme para toda la información extra que se le ocurra al ayudante, y un rectángulo aún más grande para los comentarios del director. En el escenario, Lucía hace un movimiento sutilmente erótico que no le pasa desapercibido al cámara de la cuatro, que separa los ojos del visor y se asoma por el lateral de la cámara para observarla de un modo más natural, aunque mucho más indiscreto. En el banquillo, Elena aún se debate entre salir o no hacerlo. Recuerda que antes le han dicho que estaba prohibido mirar a la cámara en escena, y le resulta gracioso que lo hayan hecho, porque la sola idea de imaginarse la profundidad inerte del Ojo le provoca algo entre un escalofrío y una náusea, y sabe perfectamente que, con prohibición o no, no va a cruzar una sola mirada con su aterradora inmensidad. Nunca. Bajo ningún concepto.


Imagen de ~TheSecondMaker

2/4/14

Conocí a una mujer que me desconocía

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Las mañanas tampoco eran todas iguales antes de conocer a Coral. La primera vez que nos encontramos  fue, más casualidad que por azar, en el mismo lugar que la última vez que la vi. Por eso, y como excepción, no contaré el principio de esta historia, porque hacerlo sería simétricamente idéntico a revelar el final.

Si alguien quisiese resaltar el rasgo más llamativo de Coral, probablemente se centraría en el hecho de que ella siempre estaba de espaldas; en cualquier situación y ante cualquier persona. Debido a mi naturaleza puramente idealista, esta característica característica suya, que a muchos otros había amedrentado, no fue óbice para que yo acabase enamorándome de su pelo liso y dorado, de su espalda, de sus codos y de sus talones, e incluso del reflejo granate que se intuía en sus ojos verdes como la noche estrellada de Van Gogh.

Algunos lunes, y otros días impares de la semana, solíamos quedar y caminábamos abrazados por las copas de los pinos, y de los castaños de indias, y de los álamos, y de alguna que otra farola; sosteniendo interminables conversaciones sobre la naturaleza del silencio. De cuando en cuando, yo hacía una pausa y me animaba a caminar de espaldas, para que ella pudiese hacerlo de frente e iluminar así el futuro paisaje con el brillo celeste de sus ojos verdes.

Los martes prometíamos no casarnos con nadie, y nos embarcábamos en largas aventuras, andando en círculos por ciudades cuadriculadas; desde las callejuelas más floridas hasta el fondo de las sábanas.

Y sin embargo, de la forma más inocente algunas utopías terminan torciéndose y nosotros chocábamos en roces desabridos que no hacían el cariño. Se hacía evidente que éramos como el agua y el aceite. Ambos, por separado, quiero decir. Incapaces de mezclarnos con nosotros mismos. Y menos aún con otro, y menos aún con el otro.

Ella creía erróneamente que comprendía sin ninguna duda cómo yo pensaba que era ella, y su visión de mi supuesta visión de su persona le molestaba enormemente. Ese disgusto la llevaba ir desconociéndome poco a poco. Fuimos impropiamente ajenos, como enamorados diletantes. Cuando nos acercábamos, nuestras sombras se curvaban, alejándose magnéticamente, y al final terminábamos discutiendo durante horas sobre si sus ojos eran verdes como el magma o verdes como el cielo.

Coral se negó a ver mis fauces para hacer más fieras las suyas. Cambió mi nombre a fuerza de llamarme, y descubrimos que hay verdades que repetidas mil veces se convierten en mentira. En verano cayeron las hojas de los árboles, impidiéndonos caminar por ellos; vaciamos sus copas como dipsómanos sin nombre. Nos entrelazábamos y nos rasgábamos según la dirección del viento del nor-noroeste. Tanto me dio la espalda, que me dio de lado, y el rojizo de sus ojos verdes se fue transformando en gris humo, en gris ceniza, en gris cobardía, en gris ausencia.

Y entre toda esa vorágine oculocromática, nos encontramos una vez más en nuestro rincón favorito. Nos dimos un beso largo, fiero y apasionado, seguido de uno corto y expeditivo. Me alejé sonriendo y sin dejar de observarla. Entonces comenzaron las miradas; al principio intensas, luego más cortas y por último ocasionales. Tras un tiempo, ajeno al hecho de que ella aún seguía allí, me puse la chaqueta, y salí del lugar caminando de espaldas.


Imagen: Back to back, de John Wothington


Relato que surge como reto de parte de "El Club de las Malas Costumbres": escribir un texto surrealista con el título "Conocí a una mujer que me desconocía". 

10/2/14

Sonata de la mano zurda

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Por aquel entonces tenía yo dieciséis años casi recién cumplidos. Hacía dos que había redescubierto las matemáticas, y aquel hallazgo había puesto mi mundo patas arriba. Las matemáticas habían pasado de ser una simple asignatura a una pasión, una filosofía, un modo de vida. En un mundo caótico, ellas parecían ser lo único capaz de traer verdaderas respuestas, el remedio definitivo contra la incertidumbre. La lógica era igual a la armonía y el orden, la única luz posible en mitad de la vasta oscuridad universal. Cegado por su perfección comencé a idolatrar todo aquello que tenía algo que ver con ellas y a despreciar todo lo que se alejaba. Me dejé arrastrar por la espiral empírica, mecanicista y pragmática. Nada era posible si no era capaz de responder ante algún modelo matemático. Nada era interesante si no servía para algo.

Cuando tenía cinco años, mi madre había comprado, con la esperanza de convertirme en “el Mozart de mi generación" un enorme piano vertical de imitación de caoba, que tras tres o cuatro lecciones había quedado como un simple mueble de adorno. Oscuro y opaco, observaba el salón como una hipócrita prueba ante las visitas de que en aquella casa vivía gente ilustrada y muy aficionada a la música, aunque su permanente silencio reflejase burlonamente lo contrario.

Once años después, mi madre decidió que aquel abandono era inaceptable y se empeñó en resucitar mi faceta como pianista para, según ella, “reforzar mi vena artística". Por otra parte a mí la idea me pareció interesante; dicen que en el fondo la música guarda una estrecha relación con las matemáticas, y yo estaba convencido de que era totalmente factible aprender a tocar cualquier obra simplemente encontrando y siguiendo los patrones numéricos para esa pieza en concreto.

Para asegurarse de que esta vez no lo dejaba nada más empezar, decidió contratar a una profesora, sobrina de una amiga suya, que había estudiado bellas artes y que ahora era incapaz de encontrar ningún trabajo, y menos uno relacionado con la música.

Nada más conocerla supe que podía asegurar sin miedo a equivocarme que ella era la mujer más fascinante que había conocido nunca. No es que fuera especialmente guapa, no tenía curvas de infarto, ni una silueta de modelo, ni unos ojos de esos que pueden devorar conciencias; no, pero no hacía falta. Lo fascinante en ella era la forma en la que todo su ser se empeñaba en contradecirme. Parecía ajena a toda lógica, no como quien es incapaz de comprenderla, sino como quien está por encima de ella. Vivía por, para, en y desde el arte; nada más que puro arte. Siempre rodeada de un extraño halo de contradicciones apodícticas. Una vez me regaló una acuarela suya en la que aparecía un niño sujetando una vela encendida. Durante varios días el propio papel desprendió una leve luz capaz de iluminar tenuemente mi habitación, y permaneció cálido hasta que, poco a poco, los colores se fueron apagando.

A su lado, mi aprendizaje del piano se desarrolló a una velocidad vertiginosa. Ella me puso en ridículo cada vez que buscaba patrones en una pieza musical; tocar una nota era simplemente la consecuencia natural de haber tocado la anterior y punto. Así salía solo.

Dos y dos son cinco, cinco y dos son diez, diez y dos soneto y ocho son Chopin.

Su forma de caminar habitual era como un suave deslizamiento, con una armonía vagamente premeditada, era casi una danza improvisada al son de sus pasos golpeando contra el suelo. Y, aun así, a veces, cuando yo tocaba, ella comenzaba a bailar de verdad y entonces el suelo, las paredes, los muebles, el piano y yo mismo arrancábamos nuestras raíces de este mundo y nos deformábamos, nos enroscábamos y rotábamos a su alrededor para que todo encajase perfectamente en su coreografía. Si lo hubiera deseado, podría haber invertido la rotación de la tierra con tan sólo dar un par de giros. Y, como es natural, me enamoré de ella. Una de las mujeres más impresionantes que he conocido nunca a una edad a la que se es muy impresionable. No podía haber ocurrido de otra manera.

Así comenzaron los besos furtivos, las caricias cortas entre pieza y pieza que siempre debían acabar demasiado pronto. Mi madre sostenía que la única manera de aprender a tocar el piano era tocando el piano sin pausa. Por eso, cada vez que la música se detenía por más de un minuto, conseguía encontrar una excusa que le llevaba a pasar por el salón y averiguar el por qué del anormal silencio.

Aquel suplicio me constreñía, me veía esperando con ansia cada nueva clase con ella y viendo que estas siempre duraban demasiado poco, que siempre acababan cuando apenas había empezado y que en ellas apenas era capaz de arañar un par de minutos para tratar de saciar, siempre infructuosamente, mi pasión adolescente.

Ella sostenía que de momento era mejor no vernos fuera de las clases, y mi madre insistía en su postura de que el silencio musical atentaba contra mi aprendizaje, sin darme tregua ni siquiera con la excusa de que mi profesora (y aquel “mi" era más posesivo que nunca) me estaba explicando cómo corregir algunos de mis errores.

Sin embargo decidí no rendirme, e ideé un plan para llegar a una situación que me resultase, al menos, soportable. Me negaba a renunciar a la porción que me correspondía de su cálido aliento. Para ello, cuando mi madre no estaba, entraba en el salón y practicaba desde el principio una nueva forma de tocar el piano. Por las noches, cuando todos dormían, me deslizaba sigilosamente dentro del salón y rozaba las teclas sin llegar producir ningún sonido. Lo que fuera con tal de memorizar las notas exactas en cada momento sin necesidad de pensarlo lo más mínimo. Hacerlo de la forma más automática posible. Tras poco más de una semana, muchas horas y muchísimo empeño, llegué a tener una destreza aceptable.

Y así, en la siguiente clase, me senté por primera vez en el lado izquierdo de la banqueta, dejándole a ella el derecho, y, ante su cara de sorpresa, comencé a tocar utilizando exclusivamente la mano izquierda. Sonreí y me devolvió la sonrisa. Después acerqué mi mano derecha a su pelo, lo acaricié y acerqué mi boca a la suya. Luego poco a poco fui dejando que mi mano derecha se deslizase suave y sinuosamente hacia abajo en busca del paraíso de sus curvas; mientras la izquierda, completamente ajena, inundaba la estancia con una sonata de Schubert.