26/7/13

Libertad y fuego

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Aquellos días solíamos salir hasta las diez o las doce de la mañana, y después dormíamos hasta las ocho de la tarde. Entonces teníamos algunas horas para prepararnos y conseguir algo de pasta antes de volver a salir otra vez. Y así hacíamos toda la semana, una semana tras otra; menos tal vez, un par de días, que por lo general usábamos para hacer negocios y recorrer la isla.

No necesitábamos gran cosa. Si éramos listos, casa y comida podíamos conseguirlas casi siempre gratis. Así que todas las ganancias quedaban para vicios. Y la mayoría de nuestros vicios eran bastante simples.

Nos conocíamos el mundo nocturno de norte a sur. Éramos los gurús de la franja horaria en la que el sol prefería esconderse de nosotros. Caminábamos por las calles como lobos aullando al firmamento. Luego todo dependía de cómo te pegase, o cómo fuese la noche, o cómo te sintieses aquel día. Había noches que salías sabiendo que eras el indestructible rey del universo, y las había que sentías que formabas parte de un todo, y ese todo formaba parte de ti y la música era el cemento que lo unía todo.

Cada noche al entrar en una sala nos transformábamos. Era el hecho de atravesar la puerta y que el primer beat golpease nuestros oídos y sacudiese nuestros cuerpos como un instinto primitivo que nos liberaba. La droga ayudaba, por supuesto, pero todos coincidíamos en que la música era lo importante de verdad. El sonido creaba una barrera que cortaba con todo. Los problemas se vaporizaban. No te agobies, no te preocupes por nada.

Aquellos días, si me hubiese parado a pensarlo, me hubiera dado cuenta de que lo que estábamos viviendo era la más pura manifestación de libertad con la que ningún ser humano se había topado en su vida. Pero nadie pensaba, solo sentíamos, solo vivíamos. Bailábamos, dejábamos que el alcohol corriese por nuestro organismo como un combustible, reíamos, esnifáfamos, galopábamos de un lado al otro de la sala, nos parábamos y sentíamos el momento, la energía vital apoderándose de nuestros cuerpos dinámicos.

También íbamos en busca de chicas. Aquello estaba repleto de mujeres bellísimas, y además siempre había alguna dispuesta, con la magia de la noche, la música, el alcohol y el buen rollo; y más si les podías ofrecer un pico. Era francamente sencillo conseguir que te invitasen a sus camas. Queríamos hacer el amor con todas, descubrir todos los secretos que escondían todos sus cuerpos. Amarlas a todas al mismo tiempo, y a la mañana siguiente escabullirnos antes de ver sus caras sin maquillaje y que les diese por preguntarte tu nombre.

Algunas veces, cuando no tenía dónde caerme muerto, me iba dando tumbos hasta la casa de Diana, y ella siempre me abría fuese la hora que fuese. Teníamos una especie de pacto tácito: ella no me preguntaba qué había estado haciendo los últimos días y yo no se lo contaba. No sé qué tipo de relación pensaba ella que teníamos; sé que ni una sola vez me dejó tirado en la calle. Se portaba muy bien conmigo. Luego nos besábamos, y hacíamos el amor, y me quedaba horas mirándola a sus ojos azules y la constelación de sus pecas, y hablábamos sobre el futuro. Yo le prometía que iba a cambiar y que a partir de ese momento sería un buen chico, y en ese momento era cierto, porque lo pensaba de verdad, pero al final nunca tardaba demasiado en marcharme otra vez. Estaba en mi naturaleza y ella lo intuyó desde el primer momento. Muchas veces me llevaba además algo de dinero. No siempre se lo decía. Imagino que ella se daría cuenta después, pero nunca sacó el tema, y nunca hubo una sola vez que dejase de abrirme su puerta fuese la hora que fuese. Tal vez fue la única persona que se portó siempre bien de verdad conmigo.

Había momentos también en los que nuestras mentes volaban y se entrelazaban unas con otras. Éramos todos uno, la gente, la música y yo. Una conexión que iba más allá de la empatía. Entonces pensaba en todos esos idiotas trajeados con sus rutinarias vidas y sus trabajos monótonos que no sabían lo que significaba vivir y que probablemente no lo supiesen nunca, y sentía también lástima por ellos.

Y siempre, por encima de todo, por encima de la fiesta, del alcohol, de la droga y de las chicas, estaba la música. Era como un ser vivo que crecía y se desplazaba a través de nosotros. Como un todo nuestro y extraño. Un adalid salvaje que nos transportaba a sensaciones primarias de paz, de amor, o de odio, pero siempre más reales que ninguna otra cosa que hubiésemos sentido jamás. Era libertad y fuego, sangre de nuestra sangre. Y gracias a ella, todo lo demás tenía un sentido.




Nota: Vértigo, de El mundo de Vértigo, ha creado un relato a partir de esta entrada empapándolo con su propio estilo. No dejéis de leerlo aquí.

12/7/13

La próxima escritora

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De las diecisiete personas que hay esa mañana en la cafetería de la plaza, ella es la única que ha sacado un cuaderno y ha comenzado a escribir.

Nada más llegar, ha buscado con la mirada y se ha sentado en la esquina más apartada posible para tratar de pasar desapercibida. Eso ha hecho que inmediatamente empezase a fijarme en ella. Se ha quitado el sobretodo y lo ha dejado en la silla contigua. Después ha pedido un café cortado, que ha empezado a beber a sorbos rápidos y medidos, como si tuviese miedo de que se le acabase demasiado pronto.

En cierto momento, ha hecho una ronda de reconocimiento visual al bar y, tras asegurarse de que nadie la miraba, ha sacado de su bolso, con un disimulo exagerado, un cuaderno azul de tapas blandas, con un bolígrafo de colores enganchado a la cubierta. Lo ha depositado delicadamente en la mesa, y ha vuelto a mirar a su alrededor, para asegurarse que de verdad nadie la había visto.

Antes que ella había una pelirroja tres mesas más a la izquierda, leyendo a Martin Amis, que había estado atrayendo algunas de mis miradas, pero que por razones obvias, quedó eclipsada hasta desaparecer de la cafetería en cuando la Escritora hizo su aparición.

La taza de café de la Escritora lleva un rato vacía. Se muestra ligeramente insegura a la hora de escribir a la vista de todos, pero poco a poco va tomando confianza y abstrayéndose en párrafos cada vez más largos, perdiendo la conciencia de lo que ocurre a su alrededor, y es en esos momentos cuando es imposible dejar de mirarla.

Pide otra taza de café cortado. En ocasiones juguetea con su pelo, otras se muerde la lengua, otras se queda pensativa durante un tiempo mirando al techo, para después volver a atacar al papel con nuevas fuerzas. Ya nunca suelta el bolígrafo; su café, que sigue bebiendo a sorbos diminutos, lo toma con la izquierda.

Una hora después, cierra el cuaderno con la mirada risueña y la sonrisa satisfecha, como si acabase de despertar de un magnífico sueño. Pide la cuenta, se levanta y sale. Me he quedado con muchas ganas de leer lo que ha escrito, así que salgo rápidamente detrás de ella y antes de llegar al semáforo la alcanzo y se lo digo.



Tres semanas más tarde paseamos por Madrid abrazados por la cintura. Hablamos de libros y de música. Me ha dejado leer la mayoría de sus textos, y tiene algunos francamente buenos, lo cual, quitando la punzada de envidia, es algo que me encanta en ella. Al llegar a la esquina nos despedimos, y prometemos volver a vernos esa misma noche. Sus besos son suaves y cortos, como cuando toma café. Le gusta hacer el amor de forma lenta e intensa. La veo alejarse distraída calle abajo. Busco un cigarrillo en mis bolsillos, pero he debido dejármelos en la otra chaqueta.

Continúo caminando, rememorando esta última noche, y aun así, una parte de mí no puede evitar empezar a pensar en cómo será la próxima. De ella ya he aprendido casi todo lo que podía enseñarme, sin más, se va convirtiendo en una más. Sé que desde hace un tiempo no me interesan cuerpos esculturales, labios carnosos ni cabezas vacías. No me interesa el sexo con quien no tiene nada que decir, ni las palabras huecas ni los lugares comunes. Lo único que me interesa es la próxima chica escritora.



2/7/13

Interludio

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El catedrático levanta su vaso, al mismo tiempo y altura que lo hace con su ceja izquierda, en una señal, entre amistosa y prepotente, al hombre que le observa en una postura aparentemente indiferente al otro lado de la mesa. Después echa un largo trago a la cerveza y la deposita ruidosamente en la superficie de madera, con un movimiento etílico. Su interlocutor palpa un mechero en el bolsillo, que le recuerda las enormes ganas de fumar que tiene. Mientras, Carlos continúa hablando.

Como te decía, una tautología tan evidente como que A es igual a A, no debería parecernos nada del otro mundo. Sin embargo, es precisamente porque nuestra capacidad de raciocinio es terriblemente imperfecta que el hecho de que dicha tautología nos sea revelada y recordada nos impacta y nos aporta un gran significado.

Jaime coloca el mechero sobre la mesa unos instantes, pero no tarda en volverlo a coger y empezar a girar la piedra una y otra vez, sacando chispas intermitentes sin llegar a crear una llama. El catedrático se distrae momentáneamente de su discurso, pero inmediatamente vuelve a coger el hilo.

Es por eso que una tautología tan obvia como “los sueños, sueños son”  nos resultará poética. La capacidad de encontrar la belleza es en gran medida debida a nuestra limitada capacidad racional. La belleza no tiene cabida en la lógica formal, es decir, piensa en el atentado lógico que supone una metáfora.

Jaime observa que el catedrático casi ha terminado su cerveza. Con un poco de suerte, cuando vaya a pedir otra podrá aprovechar para escaquearse y salir afuera. En cierto modo, le da rabia, no le habría importado mantener esta misma conversación en cualquier otro ambiente, pero por culpa del bar, que de primeras no le ha gustado nada, y de que no puede fumar, se le está haciendo muy cuesta arriba, y lleva un rato ya sin escuchar una sola palabra de lo que dice el catedrático.

Y sin embargo, ahí estamos, orgullosos, condenando el error, sin saber que, si alcanzásemos la perfección racional, el summum deductivo sin posibilidad de equivocación, nos volveríamos incapaces de apreciar genuinamente nuestro logro.