Es casi una hora de trayecto en tren, siempre el mismo. Mucha de la gente que me acompaña en el vagón también es la misma de siempre. Podría decir de memoria la parada de la mayoría de ellos, y más de uno de ellos podría hacer lo mismo conmigo. Esta noche he tenido un sueño realmente extraño, pero por ahora prefiero no hablar de él. Las ocho de la mañana no es momento para sueños; ni para quien está yendo a trabajar ni para quien vuelve de fiesta. Los sueños tienen otro horario.
Llegando a la estación de Pitis, el amanecer se descubre como un gigante soberbio, una emboscada granate difuminada por las leves nubes que perfilan las cuatro torres de Madrid, y se extiende a lo largo de ellas, como si fuese a devorarlas. Es una figura imponente y sobrecogedora, un amanecer violento, un cielo volcánico, una demostración de poder. Te hace pensar en la posibilidad de postrarte ante algo más grande. Algunos de los mejores amaneceres de mi vida los he visto precisamente desde la ventana de este mismo tren.
Cuando entro en la oficina, todo está ya en marcha. Aquí trabajamos con palabras. Básicamente somos los que hacemos que todo funcione con ellas. Al principio la empresa no era más que una fábrica, que se dedicaba a la producción y envío de palabras, especialmente para ser usadas en bares y restaurantes, según me cuentan los más veteranos. Al parecer, decorando las paredes del despacho del director está el menú de un restaurante con la primera palabra impresa que se produjo aquí. Hoy en día es una empresa mucho más grande, con distintas sedes, y cientos de áreas, y fábricas y almacenes repartidos por todo el mundo. Por lo que a mi respecta, trabajo en un departamento dentro del área de reciclaje.
Voy andando por el pasillo y ya está todo el mecanismo en marcha. Los teléfonos suenan, los cafés se apuran, los papeles vuelan, las manos teclean siguiendo el ritmo de la fotocopiadora, más de una mirada se desvía cuando pasa, precedido por su dueña, el culo de la rubia del departamento de solecismos. Atravieso el umbral de una puerta, sobre ella está escrita una palabra: mamihlapinatapai. No es el nombre oficial del departamento, mucho menos el original. Este se lo he puesto yo, la ocasión merece el homenaje, y últimamente estoy consiguiendo que se sumen partidarios.
Hago un saludo general en el despacho a las cuatro personas que hay dentro. Una montaña de papeleo en mi escritorio se inclina levemente haciéndome un saludo en forma de reverencia. Los viernes suele traer sombrero, y se lo quita al darme los buenos días.
Ayer se hicieron más de nueve mil. Preocupa que la tendencia sea siempre ascendente, aunque claro, a la empresa le beneficia mucho: son palabras que se han vendido y ahora recuperamos intactas. Antes de ponerme con ellas, en media hora para ser exactos, tengo una reunión con el departamento de plagios. Vamos a tratar de aunar esfuerzos en nuestras operaciones, ya que, en esencia, un plagio no es otra cosa que una forma de reciclaje. El papeleo tendrá que esperar.
Más de nueve mil. Más de nueve mil ocasiones. Discursos que ya estaban preparados, a punto de ser dichos, pero que cuando alguien abrió la boca para pronunciarlos, simplemente quedaron mudos en sus bocas. No fueron capaces de atravesar los veinte centímetros de aire hasta el oído de su destinatario, o quedaron atrapados antes de convertirse en unos y ceros en el cable del teléfono. Nueve mil lenguas mordidas, nueve mil corazones parados. Entonces yo cojo todas y cada una de esas palabras, las clasifico, las separo y las preparo para que otra persona pueda usarlas, esta vez de verdad. Rompe el alma ver cómo una de las palabras que más se repiten es “quiero”.
Salgo pitando. Plagios está al otro lado del otro edificio que está al otro lado de la calle. Por el camino me cruzo a Iván, que le toca turno de guardia. Todos en la empresa tenemos que turnarnos para hacer guardia, mirando disimuladamente, pero sin parar, a las grandes agujas de la esfera cristalina para asegurarnos que se mueven, para saber sin ningún tipo de duda que todo sigue su ritmo, porque, como todo el mundo sabe, el tiempo pasa hasta diez veces más lento en el trabajo si nadie mira el reloj. No es una actividad que a los jefes les guste especialmente, lo cual resulta contradictorio, porque ellos también quieren irse a casa cuanto antes.
Cruzo la calle, el sol se ha cansado de desangrar el cielo y ahora me sobrevuela lanzando cálidos rayos para tratar de paliar un poco el frío. Atravieso el umbral a través de una pesada puerta de cristal. En mitad de un pasillo del edificio del otro lado de la calle hay un revuelo enorme. Al parecer la semana pasada se entregaron quince cajas con la palabra “bala” que debería referirse a munición, pero en realidad, por un fallo en la cadena de montaje, tenían significado de fardo de paja. Esto ha desencadenado una serie de acontecimientos, que a la larga han terminado causando una invasión de animales de granja en un campo de tiro de Asturias, y cientos de militares que en vez de disparar vendían huevos de gallina recién ordeñados y filetes de queso de cabra.
Llego a la reunión. Mi exposción es brillante. Consigo perfilar la idea al detalle de forma clara. Incluso utilizo algunas palabras en desuso, de las que cogen polvo en nuestros almacenes y de las que quieren librarse de una vez por todas. Todos quedan encantados, sonríen y se muestran satisfechos; hasta que alguien hace la pregunta: ¿algo más que añadir? Y naturalmente no tengo nada, ya está todo dicho, pero me faltaba añadir esa floritura. Los jefes se levantan, se abrochan las americanas y se marchan murmurando, con ese murmullo vacío pero con ínfulas de trascendencia que constituye el lenguaje de muchos jefes —y de personas en general que tienen la teórica obligación de saber más que otras aunque en realidad no sepan qué decir— y que aquí producimos triturando y mezclando restos de palabras que ya no sirven para otra cosa. Ya me avisarán con algo, es lo único inteligible que dicen.
No es la primera vez. En el fondo siempre es lo mismo. Al final lo de menos es el contenido, lo que cuenta es el envoltorio. No sólo en esta reunión, pasa con todas las palabras que usamos. No es tan importante que lo que dices sea interesante, como que suene bien. La retórica relega las ideas al olvido. Una frase superficial pero bonita valdrá mil veces más que una verdad incómoda, vulgar o complicada. Esto hace que a veces pierda la fe en este trabajo, es como esmerarse en hacer relojes que marcan perfectamente la hora, y la gente prefiera comprar uno parado porque lo tienen en más colores.
A la hora de la comida, bajo a la cantina con mi amigo Alfred Conan, que solía estar en el departamento de anglicismos hasta que le pasaron a barbarismos. Nos sentamos los dos en una mesa de dos y sacamos comida para dos. Yo le cuento mis problemas, pero los simplifico un poco para no aburrirle con ellos. Él me cuenta a su vez los suyos, que esencialmente resultan ser demasiado simples para que pueda empatizar con ellos, por lo que termino aburriéndome un poco.
Cuando vuelvo a la oficina, a la mía, a la que está al otro lado del edificio que está al otro lado de la calle, las cosas están más tranquilas. La fotocopiadora solo está operativa de cuando en cuando, así que las manos teclean desacompasadamente, hasta que de vez en cuando una decide espontáneamente tomar la delantera, y todas siguen su ritmo durante un rato, hasta que los errores se acumulan, y el ritmo se mezcla demasiado y de nuevo se convierte en un abigarrado tecleo sin son ni ton.
El resto de la tarde es rutinaria. El monstruo de la modorra ataca sin piedad, normalmente muere a base de cafés, pero hoy parece alimentarse de ellos. Por lo demás, puro papeleo, hojas que van desde mi cabeza hasta la de otro, y de allí al olvido permanente. Desanudar gargantas, sacar las palabras que han quedado ahí encerradas, comprobar que siguen estando en perfecto estado, meterlas en sus respectivas cajas, etiquetarlas y almacenarlas para que mañana otros puedan usarlas, esperemos que con más suerte.
Cuando termino, la única luz que queda encendida en la planta es la mía. La luna amanece plácidamente en el horizonte. Apago, y en completa oscuridad, nadie me ve salir por la puerta del edificio. Tal vez entonces eso signifique que me he quedado dentro toda la noche.
Guillermo Pavón Gray
Producciones Linguísticas S.A. (PROLISA)
Departamento de Reciclaje. Sección Palabras Mudas.
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