12/12/13

Por su lado

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— ¿A quién escribes?

— A la chica de la que estoy enamorado.

— ¿Y tienes que hacerlo justo ahora? — Dijo visiblemente molesta, y con razón.

Puntitos del primer sol de la mañana entraban diagonales a través de la persiana, rompiendo la penumbra de la habitación, y se distribuían cálidamente por el cuerpo de la Otra de forma leopardesca. Volvió a sonreír, enigmática, y se acercó pausadamente a donde yo me encontraba, gateó felina sobre la cama hasta situarse a mi lado, dejando que su desnudez rozase con la mía.

Con delicadeza me acarició las manos, y me quitó el móvil de ellas, escurriéndolo con suavidad entre mis dedos, para arrojarlo después sobre mis pantalones, que yacían arrugados sobre el suelo desde la noche anterior. Colocó su boca sobre mi hombro y apretó los dientes con fuerza y quizá un toque de justa venganza, de  una forma que casi consigue recordarme a los mordiscos que me regalaba Ella.

La atraje con cariño hacia mí, tumbándome sobre mi espalda mientras colocaba su cuerpo sobre el mío. La besé con suavidad menguante y la acaricié con intensidad creciente. Mi mente en  blanco se deslizaba por sus labios y palpitaba con cada estremecimiento de su cuerpo. Aprehendiendo su piel con la punta de mis falanges, mirando de reojo a sus ojos espejados, sintiendo el recíproco roce rítmico, preguntándome si Ella habría leído ya mi mensaje, sorbiendo el sereno sudor de los pechos de la Otra, notando, al llegar al orgasmo, el sacrílego entrelazamiento de sus dedos con los míos.

La mañana, camuflada entre sábanas, se las había ingeniado para colarse en el mediodía. Me levanté con parsimonia. La habitación conservaba aún algo de olor a velas quemadas, a cera resbalada. Me vestí con mis pantalones arrugados, con mi camisa arrugada. Me acerque a la Otra y me despedí con dos besos. Después abrí la puerta y me marché.

Caminé deprisa por la calle, como alguien que huye, como si tuviese alguna razón para hacerlo. Me sentía extrañamente culpable, con la sensación absurda de que estaba engañando a alguien. Peleándome con una sociedad que trataba de imponerme un ideal de relación que no era el mío. Era mediados de noviembre, afuera el otoño empezaba a arañar el clima con sus dedos helados, y había una canción de The National para cada pensamiento que tenía de Ella.

La Otra me había invitado a quedarme a comer. Algo rápido, había dicho; pasta, creo que mencionó. Pero yo lo había rechazado con no sé qué excusa. No habría sido buena idea para ninguno de los dos tratar de convertir el encuentro en algo más que un encuentro. Por su parte, sé que la Otra me usaba para olvidarse de un novio que había sido novio de muchas otras a la vez.

Caminaba pisando hojarasca de los árboles y hojas de papel. No iba en dirección a mi casa, sino dando rodeos aleatorios, sin dirigirme en realidad a ningún sitio en particular; construyendo un ridículo laberinto de calles cruzadas, provocado por la certeza de no pertenecer a ningún lugar, a ninguna persona. Llevaba meses buscando en otras los besos que Ella no me daba, las conversaciones que Ella declinaba. Sostenido por hilos de promesas vagas que eran cortados por verdades a medias. Esperando algo que no sabía si acabaría llegando en algún momento, un final o un principio. Esperando en un limbo sin norte, esperando, siempre esperando... La frustración de intentar sustituir algo que sabía que era único me convertía en un extranjero a mis propios deseos. Terminaba por buscar un refugio que no era ni despecho ni venganza, pero que, de madrugada en camas ajenas, cuando la Otra dormía, me hacía arraigar paradojas como llorar de placer o correrme de sufrimiento. Como si hubiese algún tipo de redención en el hedonismo o en ese oscuro placer autodestructivo. ¿Qué hacemos con el muerto?, me preguntaba, y apretaba las manos fuerte en los bolsillos de la chaqueta.

Trataba de encontrar respuestas, pero al final terminaba por repetirme una y otra vez las mismas preguntas, como si una neblina me impidiese pensar más allá. Embobándome en los mismos razonamientos circulares, como el camino que seguía por la calle, como Madrid, como mi vida, como el interminable ciclo de correr siempre hacia Ella y refugiarme en cualquier Otra.


Imagen cortesía de Mar Argüello. "Por su lado". 
Por muchas que ponga, siempre faltarán fotos suyas en el blog.
Además, a falta de un buen título, le he robado el suyo. Espero que sepa perdonármelo.



19/11/13

Por encargo

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Decidí visitar a la bruja. O al menos esa era la sensación que yo tenía en aquel momento, aunque en mi fuero interno era perfectamente consciente de que la decisión no había sido de ningún modo mía. Con la bruja nunca lo era.

Caminé renqueando, a paso lento por las calles, procurando tomar siempre el camino más largo y que los semáforos me pillasen todos en rojo. Tratando de demorar hasta el infinito mi encuentro con la bruja, pero con la incómoda certeza de que, de cualquier modo, llegaría en el momento exacto que ella hubiese planeado.

Al llegar, me detuve en seco frente al portal. Nunca conseguí aprenderme el nombre de la calle ni el número, sólo recordaba que hacía esquina con el bar Aquelarre. Tampoco llegué a saber nunca si ese nombre era casualidad, una broma pesada de la bruja o algo mucho más siniestro. Con la bruja nunca se sabe.
Entré sin llamar. Subí las escaleras y atravesé un pasillo con forma de boca de lobo. En toda la casa sonaba música, aunque no llegué a ver ninguna radio. La bruja se encontraba tranquilamente sentada en un sillón, como si llevase esperándome así toda la vida. Sostenía una taza marrón con algo humeante en la mano izquierda. Me miró con sus ojos grises y su sonrisa felina. No me invitó a sentarme. Me dijo algunas palabras que ahora soy incapaz de recordar, pero que tenían que ver con entregarle algo. Después, con la mano libre, me entregó un cuchillo con empuñadura de malaquita y un pañuelo de tela que descansaban en una mesilla a su lado.

Después hubo niebla.

No recuerdo cómo empezó la pelea, solo que tenía un tipo tendido en el suelo, inconsciente, ante mí y muchas magulladuras en mi cara y brazos. Era de noche y estábamos en un callejón cercano a un bar, así que seguramente ambos estaríamos borrachos. Notaba mi pulso latiendo desenfrenado en el cuello y en las sienes. Al agacharme a comprobar el aspecto del tipo, noté algo duro en el bolsillo trasero del pantalón. Era un hermoso cuchillo que había encontrado algunos años atrás en el desván de mi bisabuelo, tenía la empuñadura de malaquita. Entonces creí recordar, como un flashazo, eso era, mi adversario me había insultado en el bar. Había dicho algunas cosas horribles sobre mí, cosas que juzgué imperdonables. No suelo ser vengativo, pero hay ciertas palabras que no pueden serle dichas a un hombre sin esperar represalias, le iba a enseñar una lección. De repente me sentía muy enfadado. Abrí su boca e introduje el cuchillo en ella; estaba muy afilado.

Encontré un pañuelo en el bolsillo de mi chaqueta, y decidí que lo mejor sería envolver la recién cortada lengua con él, que rápidamente se empapó de sangre. Me guardé el cálido paquete de nuevo en mi chaqueta, como un macabro trofeo de mi victoria, y me di media vuelta.

Mientras me alejaba de allí, empecé a no sentirme seguro de lo que acababa de hacer. No era capaz de comprender mis propios motivos, y la seguridad de hacía unos instantes se resquebrajaba sin explicación alguna. Me incomodaba especialmente el hecho de que no conseguía recordar nada de lo que el tipo me había dicho en el bar. La niebla de antes volvía a empañar los sucesos recién ocurridos. Una terrible confusión se adueñó de todos los nervios de mi cuerpo. Tenía miedo, me sentía perdido. Decidí visitar a la bruja.


Imagen de Devilicious-Pink

Nota: Texto enviado al taller de escritura de Literautas de noviembre, que debía empezar con la frase "Decicí visitar a la bruja.."

31/10/13

Mi nuevo proyecto

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Decidí dar carpetazo. De un día para otro acabé totalmente harto de hacer todas aquellas dietas, ejercicio y vida sana; de formarme, de mejorar el currículum, de leer los libros que había que leer, ver las películas que había que ver, saber las cosas que era obligatorio conocer, y, en definitiva, de tener un proyecto personal, un proyecto de mejora constante, de convertirme en una empresa de mí mismo.

En parte fue porque nunca llegué a conseguir los efectos prometidos, nadie se giraba en plena calle cuando yo pasaba para admirar mi físico, ni aplaudían ni me felicitaban cuando hablaba académicamente, o mencionaba como de pasada mis títulos y el trabajo que estaba a punto de conseguir, ni me llevaban a parte y me decían que era una persona especial. Nadie me otorgaba gratuitamente la atención y el reconocimiento que debió faltarme de niño y que al parecer también me faltaba de adulto.

Pero si dejé toda aquella parafernalia, fue sobre todo porque la descubrí francamente anodina. Se suponía que debía, pero no me hacía de ningún modo feliz. Creo además que a la mayoría de la gente tampoco se lo hace, pero claro, muchos de ellos llevan demasiado tiempo metidos en el ajo como para ahora plantearse la posibilidad de haber estado equivocados todo el tiempo. Otros tienen su vida demasiado ocupada como para plantearse la pregunta, y al fin y al cabo, la respuesta está por todas partes, a todas horas, en todos los anuncios y en la cara de todos los que les rodean: se supone que actuando de ese modo deben sentirse felices, por tanto, son felices; suponen. El resto, probablemente esperen que sea cuestión de tiempo y tesón el llegar a sentirse tan realizados como los que sí lo parecen; después de todo, tanta gente no puede equivocarse al mismo tiempo.

En cualquier caso, yo sí me cansé de las apariencias. Todo el sistema se basa en lo que proyectas, no en lo que eres. Si sales con alguien parece ser que estás enamorado. Si te quedas mirando embobado a alguien, aunque sólo sea porque su culo te llama más la atención que la media de culos que ves diariamente, estás secretamente enamorado. Si sonríes, es que estás contento; si estás serio, es que estás triste; si estás triste, debes sonreír y entonces estarás contento. Nos fijamos en el efecto, obviamos la causa e idolatramos la superficialidad.

Y al final, todo desemboca, por distintos ríos, en el mismo mar. Tienes la obligación de proyectar más luz, de ser mejor, de ser más sabio, de ser más fuerte, de ser más sano, de ser más listo. Más admirable, más fácil que los demás se fijen en ti, mejor ejemplo, que todo lo que hagas sirva para algo, piensa en tu futuro, si no, ¿para qué vives?

No voy a seguir con la pantomima. He decidido romper mi proyecto de mejora personal, mandarlo al traste, y sustituirlo por un proyecto de empeoramiento personal. Es mi revolución, mi protesta en contra de seguir siempre la corriente. Hay ocasiones en las que quedarse quieto es más productivo que dar palos de ciego.

He vuelto a empezar a fumar, al principio me costó un poco, pero ahora disfruto cuando me fumo tranquilamente mi mínimo de tres cigarrillos diarios; y no todo lo que fumo son cigarrillos. Me tomo algunas copas o varias cervezas casi diariamente; otras veces bebo hasta perder el sentido, y me acabo arrastrando sin dignidad alguna por mi casa, por la calle, o por la tarima de algún bar. He dejado de hacer ejercicio; sí, voy andando a muchos sitios y uso más las escaleras que el ascensor, pero nada que en realidad pueda presumirse delante de un espejo. No busco cursos a los que apuntarme, no hago en general nada que pueda alimentar un currículum. Paso muchas tardes tendido en mi cama o recostado en una silla sin hacer nada que pueda considerarse productivo, simplemente dándole vueltas a un montón de cosas. Si me da por escribir algo, al terminar lo releo y lo tiro a la basura. Me ha dado también por empezar a dibujar, y todos mis dibujos terminan en la misma basura que los escritos. Leo más, pero leo lo que me apetece, en general nada que esté en listas de libros que hay que leer antes de morir, o con los que puedas presumir un sábado por la noche ante una chica a la que le gusten los culturetas. No busco trabajo relacionado con mi carrera, de hecho, me han contratado de cajero en un supermercado: es sencillo, puedo estar a mi aire, me da para subsistir y me deja tiempo libre durante el día para perderlo como más me convenga.

Había pensado también que el siguiente paso sería dejar a mi novia, aquella de la que por conveniencia estamos enamorados, aunque no tengamos nada en común, pero se me ha ocurrido algo mejor, dejaré que sea ella quien me deje a mí. Sé que tras ver mis últimos cambios no aguantará mucho más. Creo que así es más romántico.




21/10/13

Encadenados

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Encadenados es un proyecto interbloguero. A partir de una foto, se crea el principio de una historia. La historia va pasando de mano en mano y cada uno le añade algo nuevo, hasta crear un relato completo de seis partes. Aquí encontrarás la cuarta.

Lo recomendable es empezar por el principio. Además, si prefieres, al final tienes una lista de todas las personas que han participado con sus respectivos blogs.



En cuanto le vio entrar, ella se giró sorprendida, y su sonrisa le iluminó la cara. Él tenía un pequeño discurso preparado para ella, pero la chica de los rizos no le dejó ni empezarlo, y corrió a besar su boca, para regocijo de él. Las sonrisas se dibujaban en los labios de ambos, aunque fuesen invisibles al tapárselos mutuamente.

Mientras tanto, en el piso adyacente, una chica con un cristal envenenado clavado en la planta del pie descubría con una mezcla de regocijo y decepción que las llaves que había escuchado hacía unos segundos eran las de su vecino. Regocijo porque no quería que nadie en el mundo la viese en su estado actual, decepción porque empezaba a sentir los efectos del veneno y cada vez se hacía más evidente que necesitaba ayuda.

Le costaba trabajo moverse. A través de la pared escuchaba las risas de un hombre y una mujer. Había tratado de sacarse el cristal, pero estaba clavado muy profundo y dolía al moverlo. Sentía mareos y nauseas. Las risas de al lado se habían detenido, en algún momento creyó escuchar un golpe contra un mueble. Aún podía llamar a una ambulancia, no sería difícil, ella misma podía decirles qué veneno era, tendrían antídoto seguro, pero para ello había que llegar hasta el teléfono, y el teléfono estaba en la cómoda. Empezaron a escucharse gemidos al otro lado de la pared, que iban subiendo de intensidad poco a poco. No debía haber tirado el vaso al suelo, pero ya era tarde. La sangre se iba mezclando con el agua del suelo y el líquido rojo ganaba terreno tiñendo la habitación. La vista se le nublaba, ella no tenía fuerzas para moverse, y se arrastraba lastimeramente en dirección a la cómoda. Los gemidos transapartamentales subían su volumen y se convertían en gritos a ritmo con un sonido como de golpe seco contra otra pared. Tal vez si descansaba un segundo podría hacer un último esfuerzo y alcanzar el teléfono, después solo habría que marcar tres teclas, debería ser pan comido. La ambulancia llegaría a tiempo, no concebía que todo pudiese concluir de esa manera. Un último gemido, esta vez de alivio, se escuchó al otro lado, y se fue apagando lentamente, al tiempo que desaparecían los golpes. Los brazos le temblaban, sentía ganas de vomitar, todo daba vueltas; ante todo no debía cerrar los ojos.


Imagen de Maremoto

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Blogueros participantes en Encadenados:

Foto (Flickr/500px): Maremoto.
Primera parte: San Carbajo.
Segunda parte: Ladrón de Guevara.
Tercera parte: Vértigo.
Quinta parte: Oski.
Sexta parte: Catadora de sabores.


25/9/13

De parches y garfios

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— ¡Cabrones! — El grito sonó afilado, cortando el ruido de las olas, por encima de los insolentes chasquidos de la nave — ¡Morded aquellos cabos! ¡Holgazanes! Tomamos el viento por la aleta de babor. A quien vea que no se mueve le lanzo al agua. ¡No quiero inútiles en mi barco!

Mientras decía aquello, bajaba las escaleras a cubierta con porte autoritario. Al llegar abajo, pateó con dureza en el estómago a un grumete que corría de un lado para otro sin saber qué hacer, que se dobló en suelo de dolor, y acto seguido corrió a ayudar a un marinero que tenía dificultades azocando uno de los estays. La escena provocó que en cubierta se extendiera una risotada generalizada. Era una tripulación formada por marineros duros, embrutecidos por la impiedad de los océanos, y no respetarían el sombrero de capitán si no fuesen tratados también con dureza. La misma dureza, en realidad, con la que la mar trata a todos sus hijos.

Encendió su pipa con la vista fija en la proa. Su pelo rojizo ondulaba libre, a capricho del viento. A su alrededor revoloteaba el exótico agapornis que les seguía desde que atracaron en la isla de Bonir, hacía ya dos meses; posándose a veces en su hombro, a veces en su sombrero, a veces en el puño de su espada; a veces levantaba el vuelo y se posaba orgulloso en la parte más alta del barco, sobre la bandera pirata.

Desde que comenzó el día estaban a la incansable persecución de otro navío. Un bergantín con bandera española que había salido de las Indias dos días antes cargado de lingotes de oro. Además, había llegado a sus oídos que la noche anterior tuvieron un sanguinario enfrentamiento con otro grupo de piratas, también atraídos por el suculento botín. Y, aunque lograron salir victoriosos de aquella carnicería, no estuvieron en absoluto exentos de numerosas heridas y daños. Era una presa fácil, una bestia herida que nadie en el mundo de la piratería podía dejar escapar.

Aspiró humo de su pipa, y lo soltó en lentas bocanadas mientras examinaba severamente que todas sus órdenes eran cumplidas al detalle. Bajo el sol del Caribe, su piel blanca y suave, sus ojos marrones con anillos verdes concéntricos  y su pelo rojizo, hacían que la apariencia de la Capitana Lina resultase hermosa, algunos dirían incluso que delicada. Nadie que la viese paseando por las calles de Port Royal sería capaz de imaginar que ha degollado más gargantas de las que es capaz de contar.

Aunque por dentro se encontraba inquieta, el semblante de Lina permanecía severo. Cada vez tenía menos dudas de que alcanzarán a la bestia herida antes de que esta llegase a ningún puerto, pero aún existía el peligro de que se encontrasen con otra embarcación. Sin embargo, Lina sabía muy bien que no podía dejar que sus preocupaciones pudieran ser siquiera intuidas por cualquier otro miembro del barco, de otro modo, pensaba, su tripulación dejaría automáticamente de respetarla.

A media tarde, por fin, dieron alcance a su presa. La Capitana Lina no pudo disimular una ligera sonrisa de satisfacción, pero inmediatamente su rostro se volvió a tornar serio. Su voz afilada inundó la cubierta:

— ¡Señor Darwin! Diez grados a estribor, embestiremos por barlovento. ¡Firme el timón! ¡Edgar! A los cañones.

Sus pasos retumbaron con autoridad por la cubierta. Lina escrudiñaba uno a uno los rostros de su tripulación, que trabaja ahora a ritmos forzados. Finalmente encontró la persona que estaba buscando. Una mulata de ojos verdes se giró aguardando órdenes.

— ¡Orria, a las armas! No quiero ni un hijo de puta sin su espada, ni una pistola sin pólvora.

La mulata sonrió y se lanzó a la bodega de un salto. Desde allí se escuchaban los gritos que hacían efectivas las órdenes de la Capitana. Lina sonrió con impaciencia. Comprobó que las dos pistolas de su cinto estaban cargadas y funcionales. Se anudó un parche en el ojo izquierdo. En cada abordaje ella siempre era la primera en saltar al otro barco. Luchaba con fiereza, sin piedad ni miedo a la muerte; no se consigue fama de pirata sanguinaria, ni el respeto de la tripulación a base de mano blanda.

El primer cañonazo hizo que retumbase el océano. Lina miró a su alrededor, los piratas estaban ansiosos, querían una buena batalla, y desde luego la iban a tener.



El suave viento alejaba lentamente las bocanadas de humo. El oleaje hacía lo propio con la sangre y trozos desperdigados de ambos navíos. De esta forma, los hijos de la mar volvían a su seno. En lo que quedaba de la cubierta del bergantín, la pirata Lina se acercó a los pocos enemigos supervivientes, ya reducidos. Se habían defendido con uñas y dientes, haciendo la captura bastante más complicada de lo que ella esperaba. Además, durante la refriega, se abrió una brecha en el casco, y parte del oro había caído al mar. Aun así, su tripulación ya estaba terminando de cargar lo que se ha podido recuperar en su carabela, y seguía siendo uno de los mejores botines que habían conseguido en varios años.

Lina observó el atemorizado grupo con sus ojos verdes de anillos marrones. Dicen que su mirada es tan penetrante que es capaz de obligar a un almirante a agachar la cabeza sin decir una sola palabra. Ninguno de los prisioneros se atrevió a comprobarlo. Sin levantar la voz, porque sabe que su autoridad basta para que todo el mundo la escuche, les dijo:

— Sólo queda un bote salvavidas, y con las provisiones que os dejamos, podéis sobrevivir la mitad de vosotros, algunos más si sabéis racionaros. — Tomó un cuchillo de su cinto y lo clavó en el mástil mayor. — Vosotros sabréis lo que tenéis que hacer.

Se dio media vuelta y caminó hacia su barco. Ya no tenían nada más que hacer allí. A su señal, los marineros arriaron las velas y la carabela se alejó hacia el horizonte tomando velocidad. El agapornis, que se había entretenido en el barco enemigo, la persiguió con un vuelo pausado. Lina cargó algo de tabaco en la pipa pero no llegó a encenderla. A partir de la mañana siguiente tendrían que esconderse y andar con varios ojos de más; un golpe como este elevaba demasiado el precio de sus cabezas. Pero esa noche no iban a preocuparse por ello. Esa noche beberían más ron que todas las aguas por las que han navegado.



20/9/13

Cuando solo soy caos

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No voy a quejarme de esta rabia, de la ira bárbara con la que arremeto contra todo, de las ganas de derruir un rascacielos con mis propias manos, de arrancar precipicios, de partirle la cara al primero con el que me cruce, de que me la partan a mí, de salpicar sangre, de pegarle un tiro en la nuca a todo aquel que use las palabras "paz interior" o "zen", de abrirme camino a través de esta ciudad maldita a base de mordiscos entre coches y gritos.

No voy a quejarme de esta furia primigenia y atávica, que se crece con el tam-tam de los tambores. No voy a quejarme, porque la rabia es otra de las cualidades necesarias para aquellos que estamos en constante guerra contra el mundo.

No me pidas calma, no se puede razonar con la rabia. Ahora sólo conozco la palabra salvaje, la palabra odio, la palabra desmembrado. Todos los que habláis de tranquilidad podéis idos a la mierda. Todos los intelectualoides refinados podéis acompañarles. Esta noche soy un animal. Esta noche veremos lo que pasa cuando no pienso en la posibilidad de que existan consecuencias, cuando aprieto los puños, cuando solo soy caos, y la fuerza se me va por más sitios que por la boca.


12/9/13

Quizá noches

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Al volver de Babia aún tengo los dientes apretados y la mirada en un ángulo indeterminado. Entonces, de entre todo el humo, y la noche, y la niebla de la borrachera, apareces tú con claridad, como el relámpago verde de tu pelo negro. Me arrastras entre la multitud y tu verborrea, agarrándome suavemente de la mano; y huimos de allí como lobos de madrugada.

Te he abierto muchas ventanas hacia mí esta tarde, y sin embargo parece que fue hace siglos. Tus labios tiemblan con ganas de besarme, sé que sólo tengo que hacer el gesto y te convertirás en la perfecta desconocida para esta noche. Sostengo la mirada de tu boca, esa boca sin imaginación, con miles de palabras pero sin conversación alguna, con pequeñeces y tópicos, pero sin delirios ni ideas. Y tus ojos me sonríen francos, brillantes y azules, y a través de su sonrisa, que no deja nada detrás, veo mi reflejo. Y descubro que soy celos para tu ex, la comidilla de mañana, la envidia de tu amiga que me había visto antes, soy alcohol, hambre, búsqueda de aprobación, lujuria, soledad o miedo.

Hace tiempo ya que me es familiar esta sensación de que el mundo es un lugar terriblemente sórdido, y a la espalda quedan las oscuras pruebas que acaricias mientras las omites. Entonces te beso con decisión y furia, te agarro las muñecas, te acaricio, te tiro del pelo, muerdo tu oreja y te recuerdo que vivo tan solo a dos manzanas de aquí.

Voy a darte mi alma. Aunque sólo sea por esta noche.



Porque sé que tú no tienes.






27/8/13

Mi increíble y breve encuentro con la mafia del café

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Esta mañana me he despertado más aturdido que de costumbre. He consultado la hora. Las sábanas se habían pegado una vez más, una de ellas tenía un ojo morado, la otra llena de magulladuras por toda la tela.

Los ojos se me caían del sueño, sin dejarme casi tiempo para volvérmelos a colocar. El insomnio y el cansancio se habían apoderado de mí, y aun así tenía que afrontar un largo y ancho día costase lo que costase. Fue en ese momento cuando decidí que necesitaba un aporte extra de energía, así que el café de esta mañana no me lo he bebido, me lo he esnifado.

Sin embargo, sospecho que estaba cortado con alguna sustancia de lo más extraña, algo para lo que mi cuerpo no estaba acostumbrado, y ahora el corazón me latte a mil por hora. Tamaña afrenta sólo podía tener un culpable: La Mafia del Café.

Ni corto ni perezoso, me subí en el expresso de las 9:13 y me fui a través del barrio chino, el barrio indio, y el barrio sésamo hasta llegar al barrio italiano, donde fui en búsqueda del capuccino de la mafia, Torraja Kalossi, un irlandés con muy mala baba (en serio, malísima, como si tuviese las glándulas salivares podridas o algo). Estuve sometiéndole a un largo e intenso interrogatorio de dos minutos, para sacarle la información de para quién trabajaba. Él me respondió que lo hacía sólo, y yo le respondí: “¿Sólo? ¡Pues toma! ¡Con leche!” Y le crucé la cara en dirección sur noroeste.

El tipo seguía sin colaborar, así que tuve que darle medicina de la buena, para que se recuperase, después le di otra paliza. Le agarré del cuello de la camisa y BOM-BÓN, le di dos puñetazos en plena cara. Además, me acordé que tengo que llevar mi puño americano para que lo revise el afinador, últimamente hace un sonido muy extraño.

Bien. — pensé para mis adentros — Espero que con esto haya aprendido la lección. — Y me fui con la satisfacción del deber bien cumplido, sabiendo que todo había salido a pedir de moka; y me alejé mientras escuchaba de lejos las voces del pobre tipo gritando "¿Por qué vienés? Macchiato de aquí".

Hice oídos sordos y me encaminé a cierta cafetería. Había bastante gente. Me fijé en una chica pelirroja que estaba leyendo y en un chico que acababa de quitarse el sobretodo y observaba detenidamente a todo el mundo. Me acerqué a la barra, me senté en un taburete y pedí doce granos de café y un molinillo, por favor.


Imagen de la galería Montagens incríveis


26/7/13

Libertad y fuego

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Aquellos días solíamos salir hasta las diez o las doce de la mañana, y después dormíamos hasta las ocho de la tarde. Entonces teníamos algunas horas para prepararnos y conseguir algo de pasta antes de volver a salir otra vez. Y así hacíamos toda la semana, una semana tras otra; menos tal vez, un par de días, que por lo general usábamos para hacer negocios y recorrer la isla.

No necesitábamos gran cosa. Si éramos listos, casa y comida podíamos conseguirlas casi siempre gratis. Así que todas las ganancias quedaban para vicios. Y la mayoría de nuestros vicios eran bastante simples.

Nos conocíamos el mundo nocturno de norte a sur. Éramos los gurús de la franja horaria en la que el sol prefería esconderse de nosotros. Caminábamos por las calles como lobos aullando al firmamento. Luego todo dependía de cómo te pegase, o cómo fuese la noche, o cómo te sintieses aquel día. Había noches que salías sabiendo que eras el indestructible rey del universo, y las había que sentías que formabas parte de un todo, y ese todo formaba parte de ti y la música era el cemento que lo unía todo.

Cada noche al entrar en una sala nos transformábamos. Era el hecho de atravesar la puerta y que el primer beat golpease nuestros oídos y sacudiese nuestros cuerpos como un instinto primitivo que nos liberaba. La droga ayudaba, por supuesto, pero todos coincidíamos en que la música era lo importante de verdad. El sonido creaba una barrera que cortaba con todo. Los problemas se vaporizaban. No te agobies, no te preocupes por nada.

Aquellos días, si me hubiese parado a pensarlo, me hubiera dado cuenta de que lo que estábamos viviendo era la más pura manifestación de libertad con la que ningún ser humano se había topado en su vida. Pero nadie pensaba, solo sentíamos, solo vivíamos. Bailábamos, dejábamos que el alcohol corriese por nuestro organismo como un combustible, reíamos, esnifáfamos, galopábamos de un lado al otro de la sala, nos parábamos y sentíamos el momento, la energía vital apoderándose de nuestros cuerpos dinámicos.

También íbamos en busca de chicas. Aquello estaba repleto de mujeres bellísimas, y además siempre había alguna dispuesta, con la magia de la noche, la música, el alcohol y el buen rollo; y más si les podías ofrecer un pico. Era francamente sencillo conseguir que te invitasen a sus camas. Queríamos hacer el amor con todas, descubrir todos los secretos que escondían todos sus cuerpos. Amarlas a todas al mismo tiempo, y a la mañana siguiente escabullirnos antes de ver sus caras sin maquillaje y que les diese por preguntarte tu nombre.

Algunas veces, cuando no tenía dónde caerme muerto, me iba dando tumbos hasta la casa de Diana, y ella siempre me abría fuese la hora que fuese. Teníamos una especie de pacto tácito: ella no me preguntaba qué había estado haciendo los últimos días y yo no se lo contaba. No sé qué tipo de relación pensaba ella que teníamos; sé que ni una sola vez me dejó tirado en la calle. Se portaba muy bien conmigo. Luego nos besábamos, y hacíamos el amor, y me quedaba horas mirándola a sus ojos azules y la constelación de sus pecas, y hablábamos sobre el futuro. Yo le prometía que iba a cambiar y que a partir de ese momento sería un buen chico, y en ese momento era cierto, porque lo pensaba de verdad, pero al final nunca tardaba demasiado en marcharme otra vez. Estaba en mi naturaleza y ella lo intuyó desde el primer momento. Muchas veces me llevaba además algo de dinero. No siempre se lo decía. Imagino que ella se daría cuenta después, pero nunca sacó el tema, y nunca hubo una sola vez que dejase de abrirme su puerta fuese la hora que fuese. Tal vez fue la única persona que se portó siempre bien de verdad conmigo.

Había momentos también en los que nuestras mentes volaban y se entrelazaban unas con otras. Éramos todos uno, la gente, la música y yo. Una conexión que iba más allá de la empatía. Entonces pensaba en todos esos idiotas trajeados con sus rutinarias vidas y sus trabajos monótonos que no sabían lo que significaba vivir y que probablemente no lo supiesen nunca, y sentía también lástima por ellos.

Y siempre, por encima de todo, por encima de la fiesta, del alcohol, de la droga y de las chicas, estaba la música. Era como un ser vivo que crecía y se desplazaba a través de nosotros. Como un todo nuestro y extraño. Un adalid salvaje que nos transportaba a sensaciones primarias de paz, de amor, o de odio, pero siempre más reales que ninguna otra cosa que hubiésemos sentido jamás. Era libertad y fuego, sangre de nuestra sangre. Y gracias a ella, todo lo demás tenía un sentido.




Nota: Vértigo, de El mundo de Vértigo, ha creado un relato a partir de esta entrada empapándolo con su propio estilo. No dejéis de leerlo aquí.

12/7/13

La próxima escritora

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De las diecisiete personas que hay esa mañana en la cafetería de la plaza, ella es la única que ha sacado un cuaderno y ha comenzado a escribir.

Nada más llegar, ha buscado con la mirada y se ha sentado en la esquina más apartada posible para tratar de pasar desapercibida. Eso ha hecho que inmediatamente empezase a fijarme en ella. Se ha quitado el sobretodo y lo ha dejado en la silla contigua. Después ha pedido un café cortado, que ha empezado a beber a sorbos rápidos y medidos, como si tuviese miedo de que se le acabase demasiado pronto.

En cierto momento, ha hecho una ronda de reconocimiento visual al bar y, tras asegurarse de que nadie la miraba, ha sacado de su bolso, con un disimulo exagerado, un cuaderno azul de tapas blandas, con un bolígrafo de colores enganchado a la cubierta. Lo ha depositado delicadamente en la mesa, y ha vuelto a mirar a su alrededor, para asegurarse que de verdad nadie la había visto.

Antes que ella había una pelirroja tres mesas más a la izquierda, leyendo a Martin Amis, que había estado atrayendo algunas de mis miradas, pero que por razones obvias, quedó eclipsada hasta desaparecer de la cafetería en cuando la Escritora hizo su aparición.

La taza de café de la Escritora lleva un rato vacía. Se muestra ligeramente insegura a la hora de escribir a la vista de todos, pero poco a poco va tomando confianza y abstrayéndose en párrafos cada vez más largos, perdiendo la conciencia de lo que ocurre a su alrededor, y es en esos momentos cuando es imposible dejar de mirarla.

Pide otra taza de café cortado. En ocasiones juguetea con su pelo, otras se muerde la lengua, otras se queda pensativa durante un tiempo mirando al techo, para después volver a atacar al papel con nuevas fuerzas. Ya nunca suelta el bolígrafo; su café, que sigue bebiendo a sorbos diminutos, lo toma con la izquierda.

Una hora después, cierra el cuaderno con la mirada risueña y la sonrisa satisfecha, como si acabase de despertar de un magnífico sueño. Pide la cuenta, se levanta y sale. Me he quedado con muchas ganas de leer lo que ha escrito, así que salgo rápidamente detrás de ella y antes de llegar al semáforo la alcanzo y se lo digo.



Tres semanas más tarde paseamos por Madrid abrazados por la cintura. Hablamos de libros y de música. Me ha dejado leer la mayoría de sus textos, y tiene algunos francamente buenos, lo cual, quitando la punzada de envidia, es algo que me encanta en ella. Al llegar a la esquina nos despedimos, y prometemos volver a vernos esa misma noche. Sus besos son suaves y cortos, como cuando toma café. Le gusta hacer el amor de forma lenta e intensa. La veo alejarse distraída calle abajo. Busco un cigarrillo en mis bolsillos, pero he debido dejármelos en la otra chaqueta.

Continúo caminando, rememorando esta última noche, y aun así, una parte de mí no puede evitar empezar a pensar en cómo será la próxima. De ella ya he aprendido casi todo lo que podía enseñarme, sin más, se va convirtiendo en una más. Sé que desde hace un tiempo no me interesan cuerpos esculturales, labios carnosos ni cabezas vacías. No me interesa el sexo con quien no tiene nada que decir, ni las palabras huecas ni los lugares comunes. Lo único que me interesa es la próxima chica escritora.



2/7/13

Interludio

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El catedrático levanta su vaso, al mismo tiempo y altura que lo hace con su ceja izquierda, en una señal, entre amistosa y prepotente, al hombre que le observa en una postura aparentemente indiferente al otro lado de la mesa. Después echa un largo trago a la cerveza y la deposita ruidosamente en la superficie de madera, con un movimiento etílico. Su interlocutor palpa un mechero en el bolsillo, que le recuerda las enormes ganas de fumar que tiene. Mientras, Carlos continúa hablando.

Como te decía, una tautología tan evidente como que A es igual a A, no debería parecernos nada del otro mundo. Sin embargo, es precisamente porque nuestra capacidad de raciocinio es terriblemente imperfecta que el hecho de que dicha tautología nos sea revelada y recordada nos impacta y nos aporta un gran significado.

Jaime coloca el mechero sobre la mesa unos instantes, pero no tarda en volverlo a coger y empezar a girar la piedra una y otra vez, sacando chispas intermitentes sin llegar a crear una llama. El catedrático se distrae momentáneamente de su discurso, pero inmediatamente vuelve a coger el hilo.

Es por eso que una tautología tan obvia como “los sueños, sueños son”  nos resultará poética. La capacidad de encontrar la belleza es en gran medida debida a nuestra limitada capacidad racional. La belleza no tiene cabida en la lógica formal, es decir, piensa en el atentado lógico que supone una metáfora.

Jaime observa que el catedrático casi ha terminado su cerveza. Con un poco de suerte, cuando vaya a pedir otra podrá aprovechar para escaquearse y salir afuera. En cierto modo, le da rabia, no le habría importado mantener esta misma conversación en cualquier otro ambiente, pero por culpa del bar, que de primeras no le ha gustado nada, y de que no puede fumar, se le está haciendo muy cuesta arriba, y lleva un rato ya sin escuchar una sola palabra de lo que dice el catedrático.

Y sin embargo, ahí estamos, orgullosos, condenando el error, sin saber que, si alcanzásemos la perfección racional, el summum deductivo sin posibilidad de equivocación, nos volveríamos incapaces de apreciar genuinamente nuestro logro.




10/6/13

Otras mascotas

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Antes suele ser demasiado peligroso, o, al menos, excesivamente inadecuado. Pero a partir del momento en el que el tañido de la duodécima campanada de la noche se ha desvanecido por completo, Lester considera que ya es un buen momento para asir la gastada correa y sacar a pasear a su ectoplasma.

Caminan alejados de las calles principales, en un silencio hueco que hace que de repente los pasos de Lester resulten estridentes, provocando en él un movimiento tan cómico como antinatural con el que trata de avanzar amortiguando al máximo sus pisadas.

Su ectoplasma flota a su lado, a los dos metros de distancia que permite la correa, dejándose arrastrar por ella, o permitiendo que la inercia de un tirón le adelante; reflejando tenuemente la luz de las farolas, o envolviéndose en el humo de las alcantarillas, con la mirada distraída que solo puede mostrar alguien que no pertenece del todo a esta realidad.

El ectoplasma se alimenta de polvo de hueso y dientes de ajo. Titila inconsistentemente por la casa. En ocasiones se dedica a atravesar muros, suelos y techos, y otras se mantiene levitando sobre el mismo punto durante horas, como un estafermo, en el salón. Cuando se queda solo por mucho tiempo, destroza las cortinas y las paredes con rasgaduras y humedades, creando fenómenos de pareidolia. El ectoplasma es de carácter solitario, él, sí y consigo; no interfiere demasiado en la vida de Lester. Es capaz de moverse entre mundos, aunque no lo hace muy a menudo, los viajes astrales le provocan vértigos que le sacuden como un maremoto. No le gustan los ruidos fuertes. No encuentra satisfacción en el optimismo, y rara vez se acostará sin pintar de rojo las utopías del día.

En cada paseo, Lester se plantea que, en realidad, si decidiese sacar a su ectoplasma en pleno día por la Gran Vía, daría exactamente igual; es un detalle demasiado leve como para ser advertido por quien no lo esté buscando. Aun así, sabe que toda precaución es poca. Rara vez ha podido compartir el secreto de su ectoplasma. Sabe que hay demasiadas instituciones que de ningún modo tolerarían la existencia de un ente, de un espantajo inaprehensible como aquel.

Afortunadamente, en otros paseos nocturnos, Lester ha encontrado a otras personas con el mismo secreto, y de vez en cuando se llaman y quedan para que los ectoplasmas jueguen y se relacionen entre ellos. El ectoplasma de Lester es particularmente tímido, y le cuesta mucho acercarse a los demás, pero cuando gana confianza, le gusta hacer reír a los otros, y ver cómo cambian intermitentemente su color tenue, y brillan proteicos con luz pálida, en un baile de colores que más bien recuerda a unos fuegos fatuos.

Después de cada paseo, a Lester le gusta comprobar que su ectoplasma está menos distante, y fluye tetradimensionalmente enérgico por la casa; juega formando hipercubos sobre la mesa de la cocina; crea círculos de sal con el azúcar de los posos del café; y se queda, finalmente, somnoliento, mirando hacia el oeste cuando ha perdido el norte.




El pasado jueves fue la presentación de la novela "Los últimos días de noviembre" de Luis Cano Ruiz en Madrid. Una novela sobre el crecimiento personal y la reconciliación con uno mismo absolutamente recomendable. Podéis poneros en contacto con él para pedir ejemplares en: pintoresde@gmail.com. Además, este jueves 13 es la presentación del libro en Valladolid. Con que sea la mitad de buena que la de Madrid, ya vale la pena.

En la presentación del libro nos juntamos también algunos blogeros, y decidimos crear cada uno un relato usando la palabra "ectoplasma". Aquí tenéis el resultado de Catadora de saboresVértigo y Ladrón de Guevara, que ya han hecho de las suyas.

22/5/13

El Hijo de Puta

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Todo el mundo conoce a El Hijo de Puta en el I.E.S. Mariano José de Larra. El Hijo de Puta nunca puede pasar desapercibido. Cuando El Hijo de Puta camina por un pasillo, siempre escucha cuchicheos a sus espaldas. El Hijo de Puta es perfectamente consciente de su apodo, El Hijo de Puta se sabe odiado. Sin embargo, El Hijo de Puta no termina de comprender por qué razón el hecho de que su madre esté dispuesta a hacer cualquier cosa, a vender literalmente su cuerpo para salir adelante, les convierte a ambos en objeto de burla y escarnio. No comprende por qué el hecho de tener una madre que, tras la pérdida de su trabajo y la huida del padre, se las ha arreglado para conservar el piso, tener un plato siempre en la mesa y garantizar su educación, es visto como algo negativo, una razón para ser mirado por encima del hombro desde pequeño, para los “no juegues con ese niño”, para los insultos, la marginación y las palizas.

El Hijo de Puta es el objetivo fácil. El Hijo de Puta es empujado en los pasillos. Las cosas del Hijo de Puta son tiradas al suelo. Hasta el más pardillo sabe que si tiene problemas de popularidad, nada más fácil que meterse con El Hijo de Puta. El Hijo de Puta es escupido en la cara, golpeado en el recreo, hecho morder el polvo y pateado en el estómago. Una gran desventaja táctica de ser El Hijo de Puta es que él prácticamente no conoce a nadie, pero todos saben quién es él.

El Hijo de Puta conoce, por otro lado, la historia de Marco. Marco había sido desde niño un chaval callado, pacífico. Cuando se metían con él, simplemente trataba de escurrir el bulto y evitar el enfrentamiento. Su estrategia no había sido demasiado efectiva a la hora de librarse de más de un puñetazo, pero al menos conseguía eludir las peleas. Sin embargo, en su casa estaban especialmente encabezonados a hacerle cambiar de táctica a una esencialmente más agresiva. Especialmente su madre, quien tenía la recalcitrante obsesión de que si el cambio no se producía rápida y radicalmente, su hijo caería en una espiral que le llevaría a ser constantemente humillado y vilipendiado, y que acabaría por garantizarle únicamente trabajos de bajo perfil de los que sería constantemente despedido. Así, Marco se cruzaba con la violencia de un ambiente hostil tanto en el colegio como en su propia casa, sin tener vía de escape ni relajación posible. Ante esto, El Hijo de Puta solía hacer balance de su propia suerte, preguntándose quién era más hijo de puta de los dos.

Cabe recalcar que El Hijo de Puta es consciente de la lucha de su madre y sus esfuerzos, y por tanto, ecuánime en cuanto a que no la culpa de sus propios problemas sociales, como es relativamente común en estos casos. Aun así, existe un visible distanciamiento por parte de El Hijo de Puta hacia su madre, que, como hemos dicho, no está motivado por el resentimiento, pero que en realidad tampoco lo está por un intento de evitarle culpabilidad a base de ocultar su situación. Por otra parte, esto sería un intento inútil, ya que en el día a día, su madre recibe suficientes indicios para saber perfectamente lo que le ocurre a su hijo.

Una tarde como cualquier otra, a la salida del I.E.S. Mariano José de Larra, El Hijo de Puta camina hacia su casa cavilando: hay un momento en la vida en el que es necesario elegir entre la resignación y el odio. En ese momento escucha un grito que carga su nombre —Entendemos, su apodo; El Hijo de Puta hace años que carece de nombre—. La primera pedrada se clava puntiaguda en el dorso de la mano, que se abre como atenazada por una descarga eléctrica. Son piedras pequeñas, al principio, y dirigidas contra el cuerpo; hasta que alguno, arropado por la seguridad que otorga la superioridad numérica, se envalentona y dirige contra su cara un pedazo de adoquín del tamaño de un puño. El impacto fractura el pómulo y golpea parcialmente en su sien. El Hijo de Puta pierde el sentido durante unos segundos, tal vez durante su caída al suelo, tal vez justo después de ésta. Pero eso no es importante; lo que cuenta ahora es que la lluvia de piedras incrementa en tamaño y en intensidad, y el que todavía sigue tirando piedras pequeñas, lo hace a puñados.
Ahora mismo El Hijo de Puta siente menos dolor que impotencia, y menos impotencia que la que sintió el día que al llegar a casa se encontró a su madre sollozando con el ojo morado y el labio partido, y bajo ninguna circunstancia ella le quiso decir el aspecto del cliente que había hecho aquello. El Hijo de Puta pasó la noche abrazando a La Puta, sabiendo que no era posible denunciar y que, por tanto, llevarla a un médico era también una mala idea. La otra cosa en la que pensaba, mientras cambiaba la bolsa de hielo para su madre, era en el cuchillo que hay en el segundo cajón de la cocina.

Una vez que los matones se han ido, a El Hijo de Puta aún le cuesta un rato levantarse. Se queda varios minutos tendido en el suelo, respirando pesadamente, sin encontrar un motivo tangible para alzarse, pero tampoco para lo contrario. Al final reúne fuerzas. Su camiseta está manchada de sangre, lágrimas y barro, por lo que no tiene con qué limpiarse el barro, lágrimas y sangre de su cara. Le duele todo el cuerpo, pero no es su primera paliza, así que decide no ir al hospital, al menos de momento. Camina pesadamente en dirección hacia su casa. Vive cerca, pero el trayecto se hace eterno. Cuando entra, la puerta de la habitación de su madre está cerrada. Toma unos antiinflamatorios en la cocina, coge una bolsa de hielo y entra en su cuarto procurando mantener al mínimo su nivel de ruido. Se tumba, se coloca los cascos, y pone la música a tope, en un intento de ahogar con ella el sonido de los golpes del cabecero de la cama de su madre contra la pared.


Imagen de ~BulletForRevenge

Disclaimer: El nombre del instituto ha sido escogido, en cierto modo, como un pequeño homenaje al escritor, y no hace referencia a, ni esta basado en ningún centro educativo real.


15/5/13

Mi infame enfermedad

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De un tiempo a esta parte, no me encuentro bien del todo. Estoy enfermo, lo sé. Sobre todo mentalmente, aunque mi cuadro de dolencias presenta también un gran componente fisiológico, como la sudoración, o las malditas taquicardias.

En un primer momento pensé que Carlos o Ricard, en una de sus bromas con consecuencias más nefastas que hilarantes, me habían echado alguna ignota sustancia en la copa durante algún momento de la fiesta del sábado noche. Pero ambos juran una y otra vez que no lo hicieron, y además el efecto está durando demasiado. Semana y pico ya... espera ¿qué día es hoy? Ni siquiera soy capaz de llevar correctamente el paso del tiempo.

Tampoco la concentración, que pierdo constantemente. Con la distracción que provoca un simple parpadeo, mi mente se dispersa y vaga por mundos ilusorios en un zigzagueo cimbreante.

Y yo, que siempre me había burlado de la palabrería inane y la retórica sin sentido, llevo escritas tres poesías esta semana. No sé muy bien cómo; me ponía a preparar la lista de la compra y antes de darme cuenta, estaba hablando de cabellos dorados y lunas llenas.

Ayer mi hermana me dijo que una morenaza amiga suya quería conocerme. Pero por algún motivo yo no tenía muchas ganas de hacerlo. Me faltaba motivación. Creo que he perdido la líbido. La idea de acostarme con ella no me motivaba en absoluto, no se me habría levantado ni comiéndome un pastel de Viagra. Todo esto es un desbarajuste de mi forma de pensar, una estolidez infinita.

Es aún peor durante las noches; en cuanto me quedo en silencio y cierro los ojos, naufrago en duermevelas de sueños cíclicos que revelan y multiplican todos los síntomas de mi abyecto padecimiento. Cada noche termino pasando mis horas dando vueltas entre las sábanas sin encontrar descanso, en una comezón indescifrable.

Sin embargo, lo más extraño es lo que ocurre con Eline. No puedo dejar de pensar en ella, supongo que mi subconsciente trata de enviarme algún tipo de mensaje, pero por el momento me veo incapaz de descifrarlo. La zorra espuria de Eline... Hace dos semanas la llamaba así siempre, pero ahora no soy capaz de hacerlo sin sentir punzadas de culpabilidad. Tal vez haya perdido mi personalidad entera. De repente escucho trinos de pájaros, o siento lepidópteros gastrointestinales, más aún cuando ella está cerca. Creo que me gustaría compensarla de alguna manera, no sé, comprándole bombones por ejemplo... o besando el suelo por donde pisa. Sólo son ideas...

No sé qué me pasa. No sé que es todo esto. Pero de ningún modo puede ser bueno.

La imagen, de aquí.

Relato leído el domingo durante la primera quedada literaria-bloguera en el Templo de Debod. Esperemos que haya muchas más.

Es probable que durante las próximas semanas, hasta que termine junio más o menos, baje el nivel de publicación y la longitud de los textos. Pero intentaré no abandonar esto por completo. 

28/4/13

PROLISA

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Es casi una hora de trayecto en tren, siempre el mismo. Mucha de la gente que me acompaña en el vagón también es la misma de siempre. Podría decir de memoria la parada de la mayoría de ellos, y más de uno de ellos podría hacer lo mismo conmigo. Esta noche he tenido un sueño realmente extraño, pero por ahora prefiero no hablar de él. Las ocho de la mañana no es momento para sueños; ni para quien está yendo a trabajar ni para quien vuelve de fiesta. Los sueños tienen otro horario.

Llegando a la estación de Pitis, el amanecer se descubre como un gigante soberbio, una emboscada granate difuminada por las leves nubes que perfilan las cuatro torres de Madrid, y se extiende a lo largo de ellas, como si fuese a devorarlas. Es una figura imponente y sobrecogedora, un amanecer violento, un cielo volcánico, una demostración de poder. Te hace pensar en la posibilidad de postrarte ante algo más grande. Algunos de los mejores amaneceres de mi vida los he visto precisamente desde la ventana de este mismo tren.

Cuando entro en la oficina, todo está ya en marcha. Aquí trabajamos con palabras. Básicamente somos los que hacemos que todo funcione con ellas. Al principio la empresa no era más que una fábrica, que se dedicaba a la producción y envío de palabras, especialmente para ser usadas en bares y restaurantes, según me cuentan los más veteranos. Al parecer, decorando las paredes del despacho del director está el menú de un restaurante con la primera palabra impresa que se produjo aquí. Hoy en día es una empresa mucho más grande, con distintas sedes, y cientos de áreas, y fábricas y almacenes repartidos por todo el mundo. Por lo que a mi respecta, trabajo en un departamento dentro del área de reciclaje.

Voy andando por el pasillo y ya está todo el mecanismo en marcha. Los teléfonos suenan, los cafés se apuran, los papeles vuelan, las manos teclean siguiendo el ritmo de la fotocopiadora, más de una mirada se desvía cuando pasa, precedido por su dueña, el culo de la rubia del departamento de solecismos. Atravieso el umbral de una puerta, sobre ella está escrita una palabra: mamihlapinatapai. No es el nombre oficial del departamento, mucho menos el original. Este se lo he puesto yo, la ocasión merece el homenaje, y últimamente estoy consiguiendo que se sumen partidarios.

Hago un saludo general en el despacho a las cuatro personas que hay dentro. Una montaña de papeleo en mi escritorio se inclina levemente haciéndome un saludo en forma de reverencia. Los viernes suele traer sombrero, y se lo quita al darme los buenos días.

Ayer se hicieron más de nueve mil. Preocupa que la tendencia sea siempre ascendente, aunque claro, a la empresa le beneficia mucho: son palabras que se han vendido y ahora recuperamos intactas. Antes de ponerme con ellas, en media hora para ser exactos, tengo una reunión con el departamento de plagios. Vamos a tratar de aunar esfuerzos en nuestras operaciones, ya que, en esencia, un plagio no es otra cosa que una forma de reciclaje. El papeleo tendrá que esperar.

Más de nueve mil. Más de nueve mil ocasiones. Discursos que ya estaban preparados, a punto de ser dichos, pero que cuando alguien abrió la boca para pronunciarlos, simplemente quedaron mudos en sus bocas. No fueron capaces de atravesar los veinte centímetros de aire hasta el oído de su destinatario, o quedaron atrapados antes de convertirse en unos y ceros en el cable del teléfono. Nueve mil lenguas mordidas, nueve mil corazones parados. Entonces yo cojo todas y cada una de esas palabras, las clasifico, las separo y las preparo para que otra persona pueda usarlas, esta vez de verdad. Rompe el alma ver cómo una de las palabras que más se repiten es “quiero”.

Salgo pitando. Plagios está al otro lado del otro edificio que está al otro lado de la calle. Por el camino me cruzo a Iván, que le toca turno de guardia. Todos en la empresa tenemos que turnarnos para hacer guardia, mirando disimuladamente, pero sin parar, a las grandes agujas de la esfera cristalina para asegurarnos que se mueven, para saber sin ningún tipo de duda que todo sigue su ritmo, porque, como todo el mundo sabe, el tiempo pasa hasta diez veces más lento en el trabajo si nadie mira el reloj. No es una actividad que a los jefes les guste especialmente, lo cual resulta contradictorio, porque ellos también quieren irse a casa cuanto antes.

Cruzo la calle, el sol se ha cansado de desangrar el cielo y ahora me sobrevuela lanzando cálidos rayos para tratar de paliar un poco el frío. Atravieso el umbral a través de una pesada puerta de cristal. En mitad de un pasillo del edificio del otro lado de la calle hay un revuelo enorme. Al parecer la semana pasada se entregaron quince cajas con la palabra “bala” que debería referirse a munición, pero en realidad, por un fallo en la cadena de montaje, tenían significado de fardo de paja. Esto ha desencadenado una serie de acontecimientos, que a la larga han terminado causando una invasión de animales de granja en un campo de tiro de Asturias, y cientos de militares que en vez de disparar vendían huevos de gallina recién ordeñados y filetes de queso de cabra.

Llego a la reunión. Mi exposción es brillante. Consigo perfilar la idea al detalle de forma clara. Incluso utilizo algunas palabras en desuso, de las que cogen polvo en nuestros almacenes y de las que quieren librarse de una vez por todas. Todos quedan encantados, sonríen y se muestran satisfechos; hasta que alguien hace la pregunta: ¿algo más que añadir? Y naturalmente no tengo nada, ya está todo dicho, pero me faltaba añadir esa floritura. Los jefes se levantan, se abrochan las americanas y se marchan murmurando, con ese murmullo vacío pero con ínfulas de trascendencia que constituye el lenguaje de muchos jefes —y de personas en general que tienen la teórica obligación de saber más que otras aunque en realidad no sepan qué decir— y que aquí producimos triturando y mezclando restos de palabras que ya no sirven para otra cosa. Ya me avisarán con algo, es lo único inteligible que dicen.

No es la primera vez. En el fondo siempre es lo mismo. Al final lo de menos es el contenido, lo que cuenta es el envoltorio. No sólo en esta reunión, pasa con todas las palabras que usamos. No es tan importante que lo que dices sea interesante, como que suene bien. La retórica relega las ideas al olvido. Una frase superficial pero bonita valdrá mil veces más que una verdad incómoda, vulgar o complicada. Esto hace que a veces pierda la fe en este trabajo, es como esmerarse en hacer relojes que marcan perfectamente la hora, y la gente prefiera comprar uno parado porque lo tienen en más colores.

A la hora de la comida, bajo a la cantina con mi amigo Alfred Conan, que solía estar en el departamento de anglicismos hasta que le pasaron a barbarismos. Nos sentamos los dos en una mesa de dos y sacamos comida para dos. Yo le cuento mis problemas, pero los simplifico un poco para no aburrirle con ellos. Él me cuenta a su vez los suyos, que esencialmente resultan ser demasiado simples para que pueda empatizar con ellos, por lo que termino aburriéndome un poco.

Cuando vuelvo a la oficina, a la mía, a la que está al otro lado del edificio que está al otro lado de la calle, las cosas están más tranquilas. La fotocopiadora solo está operativa de cuando en cuando, así que las manos teclean desacompasadamente, hasta que de vez en cuando una decide espontáneamente tomar la delantera, y todas siguen su ritmo durante un rato, hasta que los errores se acumulan, y el ritmo se mezcla demasiado y de nuevo se convierte en un abigarrado tecleo sin son ni ton.

El resto de la tarde es rutinaria. El monstruo de la modorra ataca sin piedad, normalmente muere a base de cafés, pero hoy parece alimentarse de ellos. Por lo demás, puro papeleo, hojas que van desde mi cabeza hasta la de otro, y de allí al olvido permanente. Desanudar gargantas, sacar las palabras que han quedado ahí encerradas, comprobar que siguen estando en perfecto estado, meterlas en sus respectivas cajas, etiquetarlas y almacenarlas para que mañana otros puedan usarlas, esperemos que con más suerte.

Cuando termino, la única luz que queda encendida en la planta es la mía. La luna amanece plácidamente en el horizonte. Apago, y en completa oscuridad, nadie me ve salir por la puerta del edificio. Tal vez entonces eso signifique que me he quedado dentro toda la noche.



Guillermo Pavón Gray
Producciones Linguísticas S.A. (PROLISA)
Departamento de Reciclaje. Sección Palabras Mudas.

1465 Palabras
Coste por palabra: 0,0009 €
Descuento de empleados: 20%
Total artículo: 1,06 €




10/4/13

El juego de los solecismos

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Desde lo alto de su torre blanca, a cientos de metros sobre el suelo, Clara, asomada a su blanco balcón, contempla el mundo. No deja de ser sorprendente que desde su distinguida posición decida, de cuando en cuando, doblar todo lo largo de su mirada de ojos cristalinos, para dedicarla un segundo a la sombra de los que estamos abajo; dejando caer, de cuando en cuando, alguna paloma mensajera blanca, que me visita con intenciones mucho más amables que el, de otra forma esperado, cagarse encima.

Desde luego, soy consciente de que el hecho de que un pobre paria como yo caiga en las garras del amor de una dama como ella no deja de ser un error; desde los puntos de vista social y pragmático como poco. Sin embargo es uno de esos errores que yo no he elegido. En ningún momento he ido buscando tropezar con esta piedra, ha sido la piedra quien ha venido volando hacia mí y tras una hábil llave me ha dejado tirado en el suelo. Por tanto no me siento especialmente culpable o incómodo con este error, todo lo contrario, lo veo sencillamente como una parte de mí, otro de mis apéndices involuntarios, de los bagajes con los que cargo, o por los que me dejo llevar.

Dada la desacertada naturaleza de este sentimiento, es más que evidente que cualquier intento de declaración abierta por mi parte queda automáticamente restringido. Tal atrevimiento tan solo generaría un trastorno que involucraría a su familia y todas las redes que esta comporta, del que yo saldría gravemente perjudicado, y es altamente probable que ella también.

Sin embargo, siendo hábiles, no hay nada que me impida valerme precisamente de la naturaleza errónea de este asunto y convertirme en un pequeño agente del caos, un vulgar tahúr, y jugar —porque en realidad, lamentablemente esto no es más que un simple juego—, jugar, como decía, al juego de los solecismos.

Este juego es sencillo en sus reglas, pero sumamente estimulante. Consiste en disimular pequeñas insinuaciones, camuflándolas como errores léxico-gramaticales; como un sigiloso contrabandista de emociones. Cuanto más sutil sea, mejor. La primera vez fue en una carta, una de tantas, cuando en respuesta a una de sus preguntas me salió solo, como una revelación inconsciente, un “me gustas mucho el teatro”. Rápidamente me di cuenta de lo que el azar había creado, y las posibilidades que ello ofrecía se materializaron en mi mente mucho más rápido que el instinto por borrar mi vergonzosa falta.

Después de eso, comenzaría a llegar un solecismo en cada carta. Mejor cuanto más sutil, como ya he indicado, no necesariamente por seguridad, pues la idea de que yo era un patán que ni siquiera era capaz de escribir correctamente constituía una barrera lo suficientemente sólida como para ocultar mis aleves intenciones ante los protectores de mi dama, sino por pura diversión, por sacarle todo el partido posible al juego. “Nada en el mundo me gusta más que tú habilidad para darle la vuelta a las cosas”. Así, resultaba más estimulante una letra que una palabra, una coma que un hipérbaton, una polisemia que una tilde.

Ella nunca respondió o hizo mención alguna en sus cartas a mi juego de los solecismos. Y eso que nada me hubiera gustado más que comprobar que ella era aún mejor que yo, ser ganado en mi propio terreno. Elevarlo a la categoría de competición, de duelo donde —como en la vida— el que más gana es el que mejor falla. “¿Qué es lo que más te gusta, cuando bes arte en galerías?” (y entre ese “bes” y ese “arte” había una distancia cien veces calculada y mil veces medida, aquella que fuese la mínima posible, sin acercarse demasiado).

Algunas veces, hastiado de su vil silencio ante mis insinuaciones, me volvía un poco más soez, y soltaba un arriesgado “te tengo ganas de verte”. Pero por lo general esto no ocurría. Tenía la delicada intuición de que cada partida, cada jugada, resultaría más impactante cuanto más desapercibida pudiese pasar. Y así era, así me dejaba llevar por el juego de los solecismos, sin saber muy bien lo que buscaba con él. Sin ser más que una faceta más del irracional ideal que sentía por ella. Un error voluntario al fin y al cabo, una cadena de estos errores más bien, y, como tales, carecían de planes, de principios y de toda matemática.

Y, hablando de matemáticas, me despido. Besos, coma catorce.





Por cierto, Se llamaba Pandora vuelve a la carga con un relato de una serie que formará el epílogo. Puede leerse aquí. Además aún no puedo adelantar nada, pero se acercan grandes novedades...

3/4/13

Dos apuntes de termocromática

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A continuación se exponen dos notas escritas a mano por el catedrático Alfredo Silvero Suárez en los márgenes del libro "Astrophysics of perpetual motion" (página 31). Presumiblemente fueron escritas como preparación para su asignatura, Psicotérmica I, de nueva implantación en la Universidad de Valencia, que, lamentablemente, nunca llegaría a impartirse:


Al analizar las propiedades de la luz, nos encontramos con que dentro del espectro electromagnético visible, los colores rojo y naranja son los que poseen mayor longitud de onda, y por tanto menor frecuencia. Por el contrario, las frecuencias más elevadas están reservadas a los colores azul y violeta. Para una onda, hablar de una frecuencia mayor es equivalente a hablar de una mayor energía. Sin embargo, de forma notablemente poco consecuente con su realidad física, tradicionalmente se ha decidido denominar colores cálidos a los primeros y fríos a los segundos.


Algo análogo ocurre cuando por la noche nos tumbamos de espaldas — sobre la hierba, la arena, o el cemento — a observar las estrellas. Perdiéndonos en la infinidad de patrones y formas que encontramos en esos puntitos brillantes, nos olvidamos de que lo que observan nuestros ojos son en realidad gigantescas cantidades de materia en combustión nuclear, produciendo inconmensurables cantidades de energía. Así, en nuestro mirador nocturno, a unos cuantos años luz de distancia, con el frío de la noche en nuestros huesos, acabamos realizando, de forma totalmente inconsciente, otra relación inconsecuente; al tomar como sinónimos dos palabras tan opuestas como “estrella” y “frío”.



La foto es un observatorio de la Antártida. Me lo estoy planteando como destino.


19/3/13

La droga perfecta.

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Eva tiene unos ojos de un verde intenso, como el mar. Tanto que se dice que sus lágrimas son las más saladas del mundo. Mi mirada se suspende en su iris mientras acaricio su cuerpo, y sonríe felinamente cuando atrapo su pezón en un ligero pellizco. Beso sus labios, mi boca se pasea por el mirador de su cuello, y se emancipa bajo el lóbulo de su oreja. Después se desliza sobre mi aliento, como una pluma, en un paulatino desfile hacia su hombro, circunvala para no omitir bajo ninguna circunstancia la serranía de sus pechos, y con un aire perplejo, apunta en dirección a sus piernas.

Estamos en casa de Fran, a quien la fiesta se le ha ido de las manos por cuarta o quinta vez consecutiva. Corretea de un lado a otro, preguntándose de dónde ha salido tanta gente, y de dónde han salido ciertas personas en particular; si son amigos de amigos, y en ese caso de quién. Su ojo, que a estas alturas ya podríamos considerar experto, vigila inquieto que nadie rompa nada, ni robe nada, ni haga nada que no cumpla las normas que él da por sentadas. No es la primera vez que le pasa. No sé hasta qué punto lo encuentra divertido, pero al día siguiente le tienes siempre con sonrisa de oreja a oreja y preguntándole a todo el mundo si no fue genial su fiesta de la otra noche, si no fue brutal, increíble, un auténtico desfase. El perfecto coleccionista de aprobaciones. Una chica me coge inesperadamente del brazo, lleva un buen rato buscándome. A Eva también se le ha ido la fiesta de las manos, y tampoco es la primera vez que le pasa. Cuando llego, Eva se sostiene en un equilibrio precario, derrumbada sobre la taza del váter, agarrándose con ambas manos a la loza, con la cara empapada de lágrimas, vómito y maquillaje corrido. Pregunto, pero nadie sabe lo que ha tomado, ella menos. Probablemente un surtido de varias sustancias; su bolso huele como un laboratorio. Finalmente una chica sugiere que cree que puede que la haya visto compartiendo algo parecido a unas pastillas; otra que tal vez fuese ella quien se estaba empolvando la nariz en el baño; la primera asiente, y dice que eso fue después que vomitara la primera vez. Acaricio el pelo de Eva, y le susurro palabras, aunque no signifiquen nada. Sé que de algún modo mi presencia siempre le ha resultado tranquilizadora. Tiembla frágilmente. La luz parece evitar mojarse en sus ojos rojos. Eva balbucea sonidos incomprensibles, después se convulsiona con una nueva arcada, aunque ya no queda nada que soltar.

Rodeo su ombligo con la lengua, haciendo un obligado recorrido por los tres lunares de la zona. Ella se muerde el labio y lo acaricia con un suspiro largo. Me entretengo aquí  un poco más de la cuenta, ambos sabemos dónde estará inevitablemente mi boca dentro de unos instantes, pero antes le toca sufrir un poco, toca imaginar antes de sentir. Mis dedos se deslizan recios de sus tetas a sus caderas, haciendo la presión justa para no arañar su piel. Dos de ellos se enredan traviesamente en su vello. Suelta una risilla infantil y juguetona; puedo sentir lo muchísimo que me desea en este momento, el hormigueo que se explaya por su cuerpo. Separo mi boca y la observo relamiéndome los labios, alargando un poco más lo inevitable, anticipando la obviedad que está a punto de desatarse. Ella, impaciente, levanta un poco sus caderas.

Estamos en una playa desierta. Es otoño y el tiempo amenaza con una fría lluvia en cualquier momento. Hemos dejado los abrigos en un montón sobre el suelo, y correteamos por la arena de un lado para otro, riendo sin parar. Esta vez he decidido probar un poco yo también, aunque en menor dosis, como un ventanuco al mundo de Eva. Nos reímos literalmente de cualquier cosa, de la situación, de los comentarios que decimos, de sus pintas, de las mías, del cielo, de la arena... cuando ya no queda nada de lo que reírnos, nos reímos de nuestra propia risa, y rodamos por el suelo entre carcajadas intentando coger algo de aire. En cierto momento se detiene y me mira muy seria. Se seca algunas lagrimillas alojadas en sus pestañas, capaces de apresar un bosquejo del fulgor verdoso de sus ojos. Con semblante solemne, me dice que ahora mismo puede ver dentro de mí, más allá de como soy en la superficie, que es capaz de comprenderme holísticamente. Me acaricia la cara como si de verdad estuviese acariciando mi alma. Me dice que nunca se ha atrevido a decírmelo así, con estas mismas palabras, pero que me quiere de una forma demoledora, no sabe expresarlo de otra manera. Vuelve a reírse otra vez, pero ahora lo hace de pura felicidad.

Me acerco a la cara interna de su muslo izquierdo. Lo chupo, después lo muerdo; su homólogo derecho no tarda en recibir el mismo trato. Rodeo su coño, dejo caer mi aliento cálido y pesado sobre él, que me espera con un brillo acuoso. Ataco con leves roces con la lengua, probando un sabor ya conocido. Agarro sus piernas con mis manos, hundo mi cabeza, con un poderoso lametón, como si quisiera arrastrarla con la lengua, dejándolo todo ensalivado. Un posterior soplo de aire frío es correspondido con su ronroneo. Abro sus labios, los atrapo entre los míos y tiro de ellos. Adelanto, retraso y circunvalo, explorando, redescubriendo un lugar que tengo eternamente grabado en la memoria.  Avanzo, retiro y rodeo; recalco, insistiendo a cada gemido, a cada suspiro, a cada risa. Levanto la vista y allí, más allá de su ombligo, de las gotas de sudor, más allá de sus pechos, de su espalda arqueada y de su boca húmeda, se clavan con lujuria en los míos sus ojos verdes, las luces glaucas de mi reina de las mareas.

Me escupe de nuevo en la cara. Esta vez ni siquiera trato de limpiarme. Grita histérica. Intento sujetarla para que me preste atención, pero ella me araña los brazos, me golpea, me chilla con sus ojos cetrinos, me escupe, me empuja contra la boca del metro. Sus golpes son cada vez más débiles, hasta que se derrumba marchita a mis pies y me clava las uñas en las piernas, apretándolas con sus últimas fuerzas en un rastro de rabiosa impotencia y me repite que me odia, que estoy destrozando su vida, que ojalá me muera. Me lanza destellos torvos entre lágrimas y espasmos en el suelo. Sus ataques rasguñan la piel, pero destrozan por dentro. Ahora mismo solo puedo odiarla a muerte, de impotencia, porque la quiero de forma descabellada. Gotas de sangre resbalan por su nariz tiñendo el suelo de un granate anárquico. Da un golpe perdido en mis zapatos. Me tira del pelo, me zarandea. Pálida y ojerosa, con los pómulos marcados, arrastrando como puede sus últimos gritos desgañitados. A lo lejos, el amanecer comienza a  atacarnos por la espalda. Eva me llama hipócrita de mierda antes de rendirse, de abandonarse al llanto y a las pesadillas.

Mis dedos se aprietan en su interior, presionando, repiqueteando con su ritmo enarmónico ascendente. Mis labios se amorran a su clítoris, succionando; a veces intercala y son los dientes quienes ondean con rozamiento en su delgada costa, o la lengua, que empuja, lame, tamborilea y vibra en una rotunda letra erre. Su mano se ha apoderado de mi pelo, jugando a revolverse en una concatenación de cariciarañazos. Hace un rato que ni siquiera pienso en lo que hago, me dejo llevar con tanta voracidad como lujuria. Adicto a su química, hambriento y sediento de ella y de su flujo. Ella se retuerce y vaiviene, con grititos ocasionales, arrugando las sábanas. Me gusta tenerla ahí, en la cuerda floja del orgasmo que se tensa tras el primer “no pares”. Y no paro, intensifico el banquete, de forma glotona, labiolamiendo lúbricamente hasta que como olas, con fuerza oceánica, se derrama sobre mí, toda ella, desde mi boca hasta sus ojos, mi princesa de las marismas, mi reina de las adicciones.


6/3/13

Retales de una última noche

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Cuando llegamos a la casa, la puerta ya esta abierta. Para encontrar el sitio, sólo había que seguir la música; a estas horas es el único lugar de este barrio residencial que parece albergar vida en su interior. Unas botellas vacías salen rodando a recibirnos, seguidas poco después de un chico, que recoge una de ellas, la mira con sorna, y la lanza apuntando a una piscina llena de fango. Después nos lanza una mirada divertida, dice que hace horas que ya no queda nadie en el jardín y nos hace pasar. Fuera, las nubes se arremolinan, avisando de la inminente llegada de una tormenta decisiva, así que le seguimos.

Dentro la fiesta continúa entre botellas, gente, música y humo. Laura me presenta a algunas personas, no soy capaz de retener ninguno de sus nombres. En cierto momento parece vislumbrar a alguien, se mete entre la multitud y la pierdo de vista.

Si he venido hoy aquí, si estoy de pie ahora mismo en medio de este caos multitudinario, es por ella. A estas alturas se cumple un año y cuatro meses desde que la vi por última vez. Tres meses más desde que caí en la cuenta de que estaba ciegamente enamorado de ella. Hablo de amor en su forma más incondicional, en el sentido de perder completamente la cabeza por otra persona de la manera más estúpida, de un inane recorte de neuronas, hasta que ella se convierte en un elemento constante en tu pensamiento, y hasta en las tareas más insignificantes del día a día, vives una doble vida, en la que ella está imaginariamente contigo.
Ahora por fin he venido a su ciudad. Llevo varias semanas sin pegar ojo, recordando hacia delante el encuentro que aún no se había producido. Con estrés y ansiedad, y apretando los dientes con fuerza sin darme cuenta, cada dos por tres. Tengo miedo de que la conclusión de este viaje sea la aceptación sin letra pequeña ni vuelta de hoja de que no tengo ninguna posibilidad con ella. Me mata esa incertidumbre; no tengo ni idea de lo que ella piensa de mí, de la opinión que le merezco más allá de la obviedad de que no me odia, pero el hecho de que se haya ido con otra gente y me haya dejado con un grupo aleatorio de amigos no alimenta precisamente mis ánimos optimistas ni mis ganas de fiesta.

De vez en cuando se escuchan crujidos en las paredes, golpes, objetos pesados que ruedan por las escaleras, gritos y el fragor de la tormenta que ya se ha desatado fuera. Se desprenden trozos de pintura, yeso y astillas del techo. Alguien dibuja graffitis en una de las paredes de la casa. Me acerco a una mesa que hace las veces de barra y me sirvo una copa bien cargada. Un perrazo negro, con la apariencia de un lobo callejero, entra impetuosamente en la habitación. Parece desorientado, corretea de un lado a otro, tirando cosas y destrozando muebles entre ladridos, babeos y gruñidos. Nadie se fija en él, ni siquiera las personas contra las que choca en su disparatada carrera. La bestia se para en seco, inicia un gemido que acaba en aullido y vuelve a la carga, arañando el suelo con las uñas, moviendo la cabeza de forma inquieta, trotando salvaje e indómita. Muerde a una chica en el brazo y la derriba con violencia contra el suelo. Los demás de su grupo continúan la conversación. La chica se levanta y hace un ligero y disimulado amago de limpiarse la sangre con una mueca de normalidad sobreactuada. Luego sigue hablando con los de su grupo. El perro desaparece por una puerta.

Se me acerca un chico. Creo que es uno de los que me ha presentado Laura antes. Ha descubierto que escribo, y me dice que él es poeta. Me lo anuncia con una altanería confiada, como si eso le diese algún tipo de superioridad moral sobre el resto de los mortales. Me cuenta que nosotros, los escritores (pero indudablemente se refiere exclusivamente a él), tenemos una concepción distinta y extraordinaria de la belleza; y sin embargo todas sus explicaciones se reducen a una serie de tópicos relacionados con que todo se reduce a saber mirar  y a saber que todo tiene un lado abrumadoramente bello para quien sepa encontrarlo. Concatena fusilerías y frases hechas con el desaire de quien conoce todos los secretos del universo. Tras diez minutos de pedante monólogo automasturbatorio, interrumpo su verborrea para preguntarle por la abrumadora belleza de un cáncer de pulmón en fase terminal, pero Shakespeare continúa su discurso sin pestañear.

Si te paras un momento a pensarlo, el mundo es un lugar terriblemente contradictorio. Se da por hecho que las palabras, y las acciones que deberían respaldarlas, por lo general toman direcciones distintas, y que pensar lo contrario significa ser un iluso. Consecuentemente, este axioma también se silencia, construyendo una conspiración en la que todos estamos integrados. Cualquier persona te dirá que odia la falsedad y la hipocresía, y sin embargo estarán dispuestos a hacer y asimilar toda una batería de mentiras (a veces las llamarán piadosas) y una doble moral concreta y generalizada (es decir, ni siquiera valdrá cualquier doble moral). La falsedad del mundo puede resumirse en algunas pequeñas metáforas. Como ir de profundo diciendo que la belleza está en el interior, y acto seguido ir de profundo dedicándole poemas a sus ojos, a su cabello, a su cuerpo...

La pared oeste de la casa se derrumba con estruendo, desvelando el exterior. El cielo fuliginoso avanza con ostentación y furia, y se retuerce en espirales infinitas, como un gigante de barro pugnando por enderezarse. Ocasionalmente, las nubes son atravesadas por feroces rayos purpúreos. Conforme bajas la mirada hacia el horizonte, los colores van tomando tonos granates y anaranjados, que oscilan fantasmagóricamente. El motor en llamas de un avión descansa sobre las ruinas de la casa que había un poco más adelante, girando con una inercia pacífica; de su interior escapan de vez en cuando silbidos agudos. Algunas personas se refugian un poco en la casa para resguardarse del fresco que entra por la no-pared.

Como cuando todo son palabras bonitas sobre que la vida consiste en buscar y cumplir tus propios sueños y después te paran los pies alegando que tienes que ser realista y que la vida es así.

Viene una chica a donde estoy yo. Comienza a hacerme preguntas sobre mí, sobre mi vida, sobre cada uno de mis posibles trapos sucios, con una amabilidad ambigua, que convierte mis omisiones en sibilinos intentos de ocultar cosas que, al parecer, todo el mundo tiene derecho a saber. Si conozco a alguien de la fiesta a parte de Laura, si tengo novia en mi ciudad, por qué no, cuántos rollos he tenido, qué tipo de chicas me gustan, si soy de los que ponen los cuernos... De vez en cuando su mirada se distrae con la ceniza en suspensión que flota a nuestro alrededor. En el fondo no es que a ella le importe lo más mínimo esa información, o yo mismo, lo que resulta de verdad interesante es la posibilidad de disponer de ella de primera mano si fuese necesario, si en algún momento yo me volviese interesante; todo por la exclusiva. Conseguir popularidad a base de exprimir historias ajenas, y por el camino considerarse un adalid de la verdad. Un chico vomita sangre a pocos metros de nosotros. Mi interrogadora no se desmoraliza ante mi evidente desinterés por la conversación y continúa su avalancha de preguntas, su estrategia de acoso y derribo, como un agente del servicio secreto.

Como insistir una y otra vez delante de todo el mundo, que se enteren bien, que a ti no te importa en absoluto la opinión de los demás.

Un olor a goma quemada inunda el ambiente, impidiéndome saborear mi copa. Ahí afuera el cielo se ilumina con estelass de fuego que cambian de color según cómo les impacte la luz de los relámpagos púrpuras. Residuos de podredumbre verdosa avanzan por las paredes, devorándolas con apetito. El césped del jardín parece una sábana de estalactitas negras. Hay una chica a mi lado con una tubería de cobre atravesándole la pierna. Trata de convencer a su grupito de que, ya que ella no puede seguir bailando, es su deber de buenas amigas el sentarse a su lado y hacerla caso. Por encima de la música, a kilómetros de distancia, se escucha alguna clase de ruido sordo, como una vibración histriónica.

Como todos los fumadores que, mientras se encienden un cigarro, te miran y con actitud madura repiten: "tú no empieces".

Levanto la vista y al fondo está Laura. El verla mirándome pausadamente, con su leve sonrisa y su piel pálida, y la estampa del cielo desmembrándose sosegadamente a su espalda es mágica, hace que se me corte el aire. Me acerco a ella, atravesando entre personas que siguen bailando y bebiendo, entre grietas que se abren en el suelo, trozos de hormigón que se desprenden del techo y algún cuerpo inmóvil que ocasionalmente es apartado con empujones del pie para crear más espacio en la pista de baile. Shakespeare y Miss Gestapo parecen estar haciendo buenas migas y charlan animadamente.

Como que el dinero no da la felicidad y hacerte fotos delante de cada coche caro con el que te cruzas, o considerar denigrante el trabajar de reponedor en un supermercado. Como yo en el fondo sigo siendo un niño, y tener los próximos veinte años de tu vida planificados.

Laura me espera pacientemente. Me da su mano cálida y salimos fuera. Nuestras cabezas están cubiertas por una bóveda de humo oscuro, que intercala entre el violáceo y el granate. Lo contemplamos como quien mira un cielo estrellado. Siento mis latidos estallando en la punta de los dedos. Donde antes estaba la piscina ahora hay un tremendo hoyo, un hueco perfectamente perfilado e infinitamente profundo, el mismísimo paradigma del vértigo. Desde donde estamos, la música queda silenciada por los quejidos de la tierra y los silbidos del cielo. El aire se agrieta como un espejo roto entre crujidos, y algunos pedazos se desploman y se estrellan en el suelo, o caen hacia el cielo y se pierden haciendo agujeros entre el humo. El tiempo se desmenuza en nuestras manos, la realidad se vuelve arena. Me pierdo en la mirada meliflua de Laura. Ella me besa, la atrapo entre mis brazos y le devuelvo el beso. Después la separo y le pregunto si quiere que salgamos de ahí.

Imagen de ~Neriak

El vídeo de nuestro recital "Se llamaba Pandora" sigue estando disponible en Youtube. Podéis verlo simplemente haciendo clic aquí.

21/2/13

Química

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Si tuviera más plata sería el soltero de oro para esa rubia platino que hace que me falte el oxígeno. Por ella voy con voluntad de hierro, hago el indio y me anuncio hasta en la radio, para que se fije en mí como en un letrero de neón. Soy yo, el chico de los cabellos rubidios, sólo con mirarte, lurio me quedo; te saboreo, te paladio, descubro motivos para sacar berilio a cada emanación del ilegalio amor de un caminantec necio. Perdona, creo que a veces me enrodio demasiado.

I love you, so dont zinc about it, y dame un beso, diosa, femme fatalio nominada al Oscar. Ni que lo que pido fuera demasiado, pero he gastado cada recurso, hasta todos mis ahorros, hasta el último cromo por tenerla, mi suplicio de Tántalo, mi amor plutonioco, mi iridio imposible. Me marea como un canuto de hassio, me deja terbio de mente y desde entonces no se me aluminio la bombilla.

Mi deseo grande como un titanio de ser tu niobio, sin hacer de esto un circo ni otro antro más de mala muerte bajo luces fluorescentes. A tu lado dejo de ser huranio, te imagino junto a mí, escandio champagne en una copa de vitrio de bohemia y brindamos por mi premio nobelio a quererte demasiado

Cloro que la amo y nunca cesio en mi empeño de conseguirla. Pero no está conmigo, desde el principio me huhelio que esto acabará mal. Por ella zufre mi corazón, yo doy todo por volver a verla y me enciendo como un fósforo, me estroncio y me encarbono por cualquier cosa cuando no está conmigo; condenado al fracaso como un radón en una ratonera. Me siento estaño, su ausencia me da ascob, alto lo grito, equivale a estar solo por completo. Si no pierdo la cordura es porque todavía queda algo de esperanza: a veces se le niota que algo me quiere y no hace falta ser un genio como Albert Einstenio para darse cuenta de ello.

Camino descalcio, lo corroboro, me estoy volviendo loco, siempre erbio de su perfume desbario pensando en ella; esto es el kholmio de un amor letal como el arsénico, tan inefable como el el preseodimio o el ununcuadio.

Una esperanza vana: diorama de mis sentimientos, sus negativas mangan eso que me mantiene vivo, quiero entrar en tu lio, que me cobres un simple beso, sólo pido lo que os mio.

Me curio las heridas, no quiero ser un plomo, ni un cerio a la izquierda, ni cornudo como un torio o un renio. No miro atrás, nunca dubnio, naufrago; y mercurio las heridas en un litio de whisky con hielo. Ya no aguanto, vivo de verdad o muero; no quiero seguir con la descorazonadora rutenio de siempre.



Y ahora dime lo que quieras, pero nunca, bajo ningún concepto, se te ocurra volver a insinuar que no existe química entre nosotros.


Imagen: Atomic love, de Sandy Skoglund

Por cierto, el recital de "Se llamaba Pandora" nos salió a pedir de boca. Quien quiera verlo, o simplemente tenga curiosidad por conocer nuestros caretos, aquí tiene el vídeo completo: http://www.youtube.com/watch?v=uashfIZuIHI