25/10/12

Mañana de junio

10 comentarios

Estamos desnudos en su cama. Fumando. De vez en cuando entra una leve brisa por la ventana que acaricia con su fresco la leve capa de sudor sobre nuestras pieles. Le pido que apague su colilla en mi vientre. Ella me mira extrañada, pero le insisto a que lo haga. Sin embargo, cuando el ascua me roza, me aparto violentamente. No sé por qué pensé que la sensación sería distinta, como tocar una piedra que ha estado mucho tiempo al sol, o el capó de un coche en agosto. Ella se ríe y apaga el cigarro, esta vez de verdad, en un cenicero junto a la cama.

Por la ventana llega el sonido de una guitarra. La toca un rubiales sin ningún talento que se pone todos los martes y viernes en la misma esquina y que al final siempre tiene un corro de chicas a su alrededor y algún novio celoso que mira de reojo.

Eso me hace recordar a otra guitarrista callejera; una chica que solía ver el año pasado en la calle Preciados tocando a eso de las cinco o seis de la mañana. Siempre que la vi iba solo, y me jode por el hecho de no haberlo podido compartir con nadie, pero ella sí tocaba bastante mejor que el rubiales, y además era especial, había un mágico encanto en el hecho de tocar para nosotros, los desheredados del mundo, los borrachos que volvíamos arrastrándonos a nuestras cuevas... Por fin los pseudo-humanos teníamos a alguien que velaba por nosotros; los bastardos de la noche no habíamos sido olvidados.

Hace mucho que no voy por ahí a esas horas, me pregunto si ha vuelto por ahí este verano nuestro ángel de la guarda.

Un pellizco en mi reciente quemadura me devuelve a la realidad. Me pregunto si me he quedado dormido. Una voz arrobadora susurra en mi oído, informándome que necesita ir al baño. Me gusta cuando me susurra. La conocí hablando con ella por teléfono, me llamaba de una empresa de trabajo temporal para ofrecerme un puesto. Su voz a través del aparato me pareció tremendamente hermosa, sexy. La tercera o cuarta vez que hablamos se lo dije y no supo muy bien qué contestar.

La conocí a la hora de firmar el contrato. No era de una belleza arrebatadora, pero no le faltaba atractivo, además, tenía unos ojos bonitos. En persona su voz seguía siendo maravillosa, pero perdía un poco. Algo debía haber en el distorsionado electromecánico que se producía en su voz al atravesar el teléfono que le daba un toque excepcional. Cuando acabó mi contrato la invité a cenar. Esa misma noche descubrí que cuando susurraba, recuperaba ese timbre inimitable, por eso me gusta cuando me habla en susurros.

No es que yo sea un fetichista de las voces, nada más lejos de la realidad, pero algo innegable es que nos puede gustar un conjunto, pero solo nos enamoramos de los detalles. Así somos las personas.

Vuelve a entrar en el cuarto, Su desnudez se acerca coquetamente, contoneándose y con la sonrisa de saberse observada, deseada. Se tumba junto a mí y me abraza. En estos momentos se podría decir que somos felices. No estamos enamorados, y eso lo sabemos los dos de sobra, pero estamos perfectamente a gusto compartiendo la cama.

La última vez que estuve enamorado fue hace bastante. Un detalle sobre mí es que no conozco lo que es el amor correspondido. Cuando me enteré de que ella tenía novio fue como la sensación de cruzar la calle mirando al lado equivocado y al dar el primer paso, sentir un atronador chirrido en la nuca.

Entonces me doy cuenta de que estoy en la cama con una chica preciosa mientras que pienso en otra a la que he querido de verdad y me siento completamente estúpido, me siento como si yo fuera mi propia mascota, como si llevase una correa manejada por mi propia imbecilidad y esta me arrastrase por los derroteros más patéticos de la existencia.

Entonces me doy cuenta de todo el tiempo que llevo sin ser capaz de enamorarme y me pregunto en qué clase de monstruo insensible me he convertido.



Esta entrada la escribí a finales de junio pasado. A mediados de agosto pasé de noche por la calle Preciados y me crucé con nuestra guitarrista. 

8/10/12

Octubre maldito

17 comentarios

Nada bueno ocurre en octubre.  Amanezco octubre sabiendo que mis últimos ahorros se esfumaron en septiembre. Sin trabajo, sin esperanzas y sin un duro.

Octubre nos come, nada bueno lo ocurrió a nadie jamás en octubre. En octubre desaparece el sol, las nubes se arremolinan perezosas en el cielo y lo okupan con desidia. Octubre es abulia climática, ni siquiera llueve de verdad, sólo una llovizna pusilánime, como si las nubes se sacudiesen con asco el agua que les sobra.

Octubre es abulia climática. Y esa abulia se contagia en forma de una extraña melancolía que nos coge a todos por sorpresa y nos nubla la vista. A unos se les nota más que a otros, pero puedes verlos a todos taciturnos en la calle, grises, como el maldito cielo inexpresivo, refugiándose con hastío bajo las cornisas de la broza que nos tiran las nubes.

A mí esa melancolía me arrebata el alma por completo. Me turba la vista y todas mis acciones. En octubre me acuerdo de ti, igual que en julio, y que en agosto, y que en septiembre, pero de forma distinta, como recordando cada año que ha pasado sin que estés conmigo, y que este octubre te ha convertido en una nueva derrota.

Octubre... ojalá fueses aún septiembre, u ojalá fueses ya noviembre. En octubre me acuerdo de todas las personas a las que he querido, y de todas las personas a las que he hecho daño, que al fin y al cabo son casi las mismas. Y me entran ganas de pedirles perdón a todas, de deshacerme en disculpas, pero casi nunca lo hago; a veces porque resultaría anacrónico, a veces porque sería inoportuno.

Quizá entiendan mejor esto último si se lo explico, si les ayudo a comprender qué tipo de persona soy:  una de esas personas especiales me regaló una vez una libreta para escribir en ella. Fue un regalo muy especial, tanto, que aún no he sido capaz de escribir en ella. Sé que nada, ni una sola de mis letras, estaría jamás a la altura, nada sería lo bastante bueno. Cada vez que la cojo me siento un blasfemo, un profanador, y vuelvo a depositarla en su sitio, tan virgen como el primer día. Extraño, ¿verdad?

Octubre saca lo peor de nosotros. Octubre nos mira por encima del hombro. Se esconde en el humo de las alcantarillas, en los periódicos viejos; las hojas de los árboles nos recuerdan lo inútil que es enfrentarse a octubre. Octubre es la primavera de la muerte; todo se marchita y se oscurece. Ojalá llegue ya noviembre y nos arrope con su frío. Porque estás aún más guapa cuando me pongo nostálgico.

Las nubes desteñidas, ese borrón troposférico, se burlan de nosotros con su pusilánime calabobos que nos cala hasta las neurosis a todos en la gran ciudad. Y con nada en los bolsillos y con todo que perder, salgo a buscarte, dispuesto a no volver a verte, porque así es octubre, un gigante cabrón y depresivo; y a su desidia se combate con desidia.




Fotografía de Martin Gommel. Anda que no mola el contraste.

1/10/12

Comenzando

14 comentarios

Las puertas del autobús chirriaron al cerrarse del mismo modo molesto que lo habían hecho al abrirse. Después la mole se alejó por la carreterita envuelta en la nube de polvo que iba levantando.

Ante ellos no había nada. Un par de edificios bajos y bastante maltrechos, unas montañas al fondo y una gigantesca explanada de tierra poblada solo por ocasionales matojos a su alrededor, como devorándolo todo. La carretera se alejaba con suaves curvas, hasta que al final era también engullida por el adusto mar verde ceniza. Pero nada había que indicase a dónde dirigirse ahora, cuál era la dirección por la que avanzar.

Podrían probar a llamar a alguna puerta por si alguien seguía viviendo tras ellas, o podrían acercarse a la entrada del poblacho y buscar una placa con su nombre. Pero aunque así fuese, aunque hubiese alguien que pudiese indicarles, aunque el poblacho tuviese un nombre y ese nombre significase algo para ellos, sería completamente irrelevante. Parte de su plan consistía precisamente en no saber dónde se encontraban.

Con una sonrisa en la cara se encaminaron en una dirección al azar, que resultó ser hacia las montañas. 

El sol brillaba débil y aún demasiado bajo. Hacía poco que se había levantado, y sus lánguidos rayos apenas aportaban algo de tibieza sobre el frío desierto. Según iban avanzando, el poblacho se alejaba con notable velocidad, mientras que las montañas se mantenían implacablemente estáticas.

- Este es ya el cuarto blog en el que me meto.

Su compañero le respondió con una sonrisa silenciosa. Hace algunos años se hubiera dicho que aquella sonrisa iba a ser eterna, pero con el tiempo se ha ido volviendo más inconstante, pero por ello, quizá también más sincera.

- Quisiera hacer las cosas bien – continuó – pero no tengo nada planificado. El plan aquí también es no tener plan.

Continuaron avanzando sin saber muy bien a dónde. Quizá lo fácil habría sido seguir a todo el mundo e ir hacia el norte, pero en el norte ya está todo dicho, todo planificado, todo acotado. No es que sea necesariamente la peor dirección, pero existen 359 grados más por explorar, por fuerza tendrían que acabar llegando a un lugar más interesante.
Esa nada que hay más allá de donde alcanza la vista puede convertirse en cualquier cosa. El azar es al mismo tiempo fascinante y sobrecogedor. Ayer allí, hoy aquí, mañana vete tú a saber. Mejor que una huida hacia adelante es un avance hacia quién sabe dónde.

Un suave viento acariciaba las hojas de los matojos y las balanceaba. A veces arrastraba gigantescas nubes de polvo que se movían de un lado a otro de la explanada. Pero de forma totalmente estéril, pues el paisaje jamás cambiaba.

- Sobre lo que aquí se escriba no hay plan, todo está permitido. No hay norte. Somos libres.


La imagen la he encontrado después del texto, pero se parece sorprendentemente a lo que tenía en mente al escribirlo. Es un paisaje de Islandia, es decir, paradójicamente, bastante al norte. La foto es de aquí.