Estamos desnudos en su cama. Fumando. De vez en cuando entra una leve brisa por la ventana que acaricia con su fresco la leve capa de sudor sobre nuestras pieles. Le pido que apague su colilla en mi vientre. Ella me mira extrañada, pero le insisto a que lo haga. Sin embargo, cuando el ascua me roza, me aparto violentamente. No sé por qué pensé que la sensación sería distinta, como tocar una piedra que ha estado mucho tiempo al sol, o el capó de un coche en agosto. Ella se ríe y apaga el cigarro, esta vez de verdad, en un cenicero junto a la cama.
Por la ventana llega el sonido de una guitarra. La toca un rubiales sin ningún talento que se pone todos los martes y viernes en la misma esquina y que al final siempre tiene un corro de chicas a su alrededor y algún novio celoso que mira de reojo.
Eso me hace recordar a otra guitarrista callejera; una chica que solía ver el año pasado en la calle Preciados tocando a eso de las cinco o seis de la mañana. Siempre que la vi iba solo, y me jode por el hecho de no haberlo podido compartir con nadie, pero ella sí tocaba bastante mejor que el rubiales, y además era especial, había un mágico encanto en el hecho de tocar para nosotros, los desheredados del mundo, los borrachos que volvíamos arrastrándonos a nuestras cuevas... Por fin los pseudo-humanos teníamos a alguien que velaba por nosotros; los bastardos de la noche no habíamos sido olvidados.
Hace mucho que no voy por ahí a esas horas, me pregunto si ha vuelto por ahí este verano nuestro ángel de la guarda.
Un pellizco en mi reciente quemadura me devuelve a la realidad. Me pregunto si me he quedado dormido. Una voz arrobadora susurra en mi oído, informándome que necesita ir al baño. Me gusta cuando me susurra. La conocí hablando con ella por teléfono, me llamaba de una empresa de trabajo temporal para ofrecerme un puesto. Su voz a través del aparato me pareció tremendamente hermosa, sexy. La tercera o cuarta vez que hablamos se lo dije y no supo muy bien qué contestar.
La conocí a la hora de firmar el contrato. No era de una belleza arrebatadora, pero no le faltaba atractivo, además, tenía unos ojos bonitos. En persona su voz seguía siendo maravillosa, pero perdía un poco. Algo debía haber en el distorsionado electromecánico que se producía en su voz al atravesar el teléfono que le daba un toque excepcional. Cuando acabó mi contrato la invité a cenar. Esa misma noche descubrí que cuando susurraba, recuperaba ese timbre inimitable, por eso me gusta cuando me habla en susurros.
No es que yo sea un fetichista de las voces, nada más lejos de la realidad, pero algo innegable es que nos puede gustar un conjunto, pero solo nos enamoramos de los detalles. Así somos las personas.
Vuelve a entrar en el cuarto, Su desnudez se acerca coquetamente, contoneándose y con la sonrisa de saberse observada, deseada. Se tumba junto a mí y me abraza. En estos momentos se podría decir que somos felices. No estamos enamorados, y eso lo sabemos los dos de sobra, pero estamos perfectamente a gusto compartiendo la cama.
La última vez que estuve enamorado fue hace bastante. Un detalle sobre mí es que no conozco lo que es el amor correspondido. Cuando me enteré de que ella tenía novio fue como la sensación de cruzar la calle mirando al lado equivocado y al dar el primer paso, sentir un atronador chirrido en la nuca.
Entonces me doy cuenta de que estoy en la cama con una chica preciosa mientras que pienso en otra a la que he querido de verdad y me siento completamente estúpido, me siento como si yo fuera mi propia mascota, como si llevase una correa manejada por mi propia imbecilidad y esta me arrastrase por los derroteros más patéticos de la existencia.
Entonces me doy cuenta de todo el tiempo que llevo sin ser capaz de enamorarme y me pregunto en qué clase de monstruo insensible me he convertido.
Esta entrada la escribí a finales de junio pasado. A mediados de agosto pasé de noche por la calle Preciados y me crucé con nuestra guitarrista.