23/12/12

Algunas nociones de supervivencia forestal

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Ella se pasea alegremente con su pequeña mochila a la espalda, yo la sigo a varios metros de distancia cargando todos sus trastos. Apenas puedo respirar, más que eso, lo que hago es succionar el aire hacia mis pulmones, y soy consciente de que en mi espalda, bajo la mochila, se ha ido formando un pegajoso mar de sudor caliente y salado. Aun así sigo caminando. Trato de hacerlo como un ser humano corriente, pero no puedo evitar acabar arrastrando los pies. Pienso que igual no ha sido tan buena idea venir con ella al campo, pero al fin y al cabo es la mejor manera, así una gran parte del problema se soluciona solo.

Las ramitas secas del suelo chasquean a nuestro paso, una mariposa blanca se cruza una y otra vez en mi camino, zigzagueando ante mis narices, como riéndose de que no podría alcanzarla aunque lo intentase. Algo hace ruido metálico en mi mochila. De vez en cuando una piña se desprende de uno de los inmensos árboles y golpea el suelo con fuerza. Pienso que si una de esas te cayese en la cabeza te dejaba seco seguro.

Estoy sudando por todos los poros de mi cuerpo, recibiendo el sol en el cogote a pesar de que intento caminar por la sombra. Encima ella no para de decirme que me apresure, que me estoy rezagando. Llevamos bastante recorrido y nos hemos adentrado mucho en la espesura del bosque. Aquí, lejos de toda civilización, los árboles son aún más altos, el aroma más profundo y más natural, el cigarro que llevo media hora soñando con fumarme sería un sacrilegio. Le digo que es un buen lugar para parar a comer, y así hacemos un descanso y aligeramos algo de peso. Ella se gira y sonríe. Su larga melena castaña se funde con la corteza de los árboles, sus ojitos azules observan inquietos, pero su expresión es relajada, casi pizpireta. Tiene una belleza natural, mimetizándose con el bosque, como si su esencia hubiese decidido hacerse mujer para sonreírme desde ahí. Cometí un terrible error al casarme con ella.

Ella comienza a sacar comida de las mochilas. Yo arrastro con dificultad mis pies hasta una roca donde sentarme y comienzo a beber agua a grandes tragos. Creo que no había estado tan cansado en toda mi vida, y me cuesta un buen rato hasta que consigo recuperar el resuello, pero no consigo retomar el pulso, que sigue irrefrenablemente disparado; y no consigo retomar el pulso porque sé qué es lo que voy a hacer a continuación.

Ella viene a donde estoy yo y me acerca un bocadillo. Critica mi mala forma física y se va con el suyo brincando por los alrededores, dándole pequeños mordiscos, disfrutando de la naturaleza. No le vale con contemplarla, tiene que moverse por ella, a través de ella, para sentirla como es debido, alejarse de la civilización, del estrés y del mundo, como una ninfa, dulce, inocente, sencilla. Otro piñazo cae súbitamente de uno de los árboles a no muchos metros de nosotros y hace que todo retumbe.

El amor es un sentimiento complicado. Tal vez hemos sido nosotros, y con nosotros me refiero a todo el conjunto de seres humanos, los que lo hemos hecho así. No debería serlo. Debería ser algo mucho más libre, algo mágico, algo por lo que mereciese la pena vivir y morir, pero de algún modo lo hemos convertido en costumbre, hemos hecho que deje de ser especial. Hace demasiado que un “te quiero” ya no significa nada, tal vez desde la institucionalización del “quiero un móvil nuevo”, o “quiero comer algo”. Del mismo modo decimos “quiero a esa persona”, pero tal vez la quiera solo ahora, como capricho, como la quiero para mí y no por ella. Personalmente, sé que en tan solo unos años, nosotros, y con nosotros me refiero a ella y yo, hemos ido arrugando y deformando la idea del amor como un papel quemándose hasta convertirse en cenizas.

Dicen que del amor al odio apenas hay un paso, no estoy para nada de acuerdo, y el hecho de que yo ahora mismo la odie probablemente signifique que en realidad nunca la he amado.

Las manos me siguen temblando un poco. Apenas he sido capaz de tocar el bocadillo, me pasa cuando siento algún tipo de emoción fuerte, soy incapaz de comer absolutamente nada. Ella sigue por ahí distraída, a su aire, a sus árboles y a sus matojos; este es el momento, por mucho que trate de retrasarlo.

De la mochila saco una pala pequeña, lentamente, aún intento retrasarlo todo lo posible. La doble función de la pala es obvia; lo único que falta soy yo, que no me flaquee el pulso en el último momento. Voy caminando, acercándome hacia ella, procurando no pensar en esto; sé que si lo hiciese me cagaría encima. Cuando estoy a dos metros de ella, se da la vuelta y me mira con sonrisa divertida, el pelo se le cruza deliciosamente por delante de los ojos; así es más fácil, es como si no me estuviese mirando. Descargo con fuerza un palazo sobre el lateral de su frente. No ha dado tiempo a que le cambie la cara, no ha sabido lo que se le venía encima. Su cuerpo se desploma sobre el suelo. Ha sido un golpe limpio, sin sangre, eso es bueno, no dejar pruebas. Ahora debería empezar a cavar un hoyo, o darle otro palazo para asegurarme, pero por alguna razón ese segundo golpe me cuesta mucho más que el primero.  Quizá podría comprobar si tiene pulso.

Cuando voy a agacharme, siento un golpe seco en mi cabeza como si retumbase el mundo. No noto cómo caigo al suelo, pero sé que lo hago pesadamente. Todo se queda en silencio, tengo la visión borrosa, aun así distingo una piña rodando junto a mi cabeza. Detrás está ella totalmente inmóvil. Me toco el lugar donde he recibido el golpe y lo noto empapado. Deseo que sea sudor, pero cuando miro mi mano la veo completamente roja, chorreando. Me arrastro como puedo hacia la mochila, tal vez encuentre algo con lo que tapar la hemorragia. Me muevo torpemente, cualquier esfuerzo parece sobrehumano, todo se mueve a mi alrededor, las formas son cambiantes, se van volviendo blancas. Siento náuseas, pero en lugar de vomitar, cierro los ojos.


En el primer informe de la policía, que ya se está traspasando a la prensa, dicen que un hombre que estaba paseando a sus perros en las inmediaciones de su pueblo encontró en un claro del bosque a un hombre y una mujer muertos. Él parecía haber opuesto algo de resistencia, ella probablemente había muerto en el acto. No había signos de terceras personas. Aparentemente,  ella le golpeó a él con la pala hasta matarlo. La muerte de ella es más complicada, hay quien dice que se suicidó, hay quien dice que se desmayó y se golpeó contra una roca, un policía joven sugiere que podría habérsele caído una piña en la cabeza que la matase, pero todos descartan la idea por absurda. Habrá que esperar a los resultados de la autopsia.

Días después, en el funeral, hay tres hombres llorando desconsoladamente a los que la familia y amigos de ninguno de los dos difuntos son capaces de reconocer. Dos de ellos eran los amantes de ella. El otro era el amante de él.



20/11/12

Manual para cadáveres emocionales

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I

La diferencia de luz es la única manera de distinguir entre las nueve de la mañana y las nueve de la noche para un hombre sin ocupaciones. Cualquier ocupación carece de todo sentido para un hombre sin interés.

Edgar apoya la espalada en la fachada de un supermercado. Enciende un cigarro, se rasca la barba, observa la gente que entra y sale del establecimiento, se cuenta los años uno por uno.

Todas las personas de la historia que consiguieron algo en su vida lo hicieron porque les movía la pasión. Es un hecho inapelable, la pasión es la fuerza que mueve el mundo, ya sea una pasión más noble, como el amor o la búsqueda de la sabiduría, o una considerada más rastrera, como la ambición de riquezas o la venganza. Pero no puede discutirse: que la pasión es el engranaje maestro es algo que conoce perfectamente todo aquel que haya dejado alguna vez de comer, de dormir, de ver a otras personas, de pensar, de existir... todo por arrojarse y dejarse arrastrar por la marea de un vehemente impulso del corazón.

Desafortunadamente para él, Edgar no era uno de ellos.

Una chica sale del supermercado. Lleva  unos cascos con música a todo volumen que Edgar puede escuchar desde donde está sin hacer ningún tipo de esfuerzo. Comienza a seguir a la chica de lejos, por aburrimiento, con parsimonia. Edgar tiene la teoría de que alguien que escucha música a tan alto volumen lo hace por una de estas tres razones: o bien para llamar la atención, o bien porque necesita genuinamente sentir la música tan fuerte y cercana como sea posible, o bien porque, ante todo, necesita desesperadamente no escucharse a sí mismo.

Edgar recordaba que hubo un tiempo en el que sí se dejó mecer por los hilos de la pasión, que tenía curiosidad por el mundo que le rodeaba, y que había ciertas cosas que, con solo pensarlas, le producían un inevitable cosquilleo en la boca del estómago. Hubo un tiempo incluso en el que llegó a estar enamorado. La mujer en cuestión era completamente inalcanzable para él, y lo sabía desde el principio (enamorarse de alguien accesible habría sido demasiado fácil, demasiado prosaico, demasiado poco poético).  Contra todo pronóstico, ella le acabó dando una oportunidad, una sola, que él desaprovecho miserablemente. Es importante recalcar aquí hasta qué absurdo punto puede ser capaz una persona de, conscientemente, boicotear su propia felicidad.

La chica de la música atronadora entra en un portal sin que ocurra nada significativo en el proceso. Edgar sigue caminando en la misma dirección que antes, pasando de largo el portal de la chica y echando un rápido vistazo. Continúa calle abajo por esa dirección por inercia, sabiendo que no le llevará a ninguna parte, pero que el sentido contrario tampoco lo hará.

Al cruzar el segundo semáforo, su móvil vibra con un mensaje de Celia. Pregunta si tiene planes para esa noche, y acaba con una carita sonriente guiñando un ojo. Si Edgar lo analizase con detenimiento, probablemente le sorprendería el hecho de que su falta de amor por todo lo que le rodea resulte en una paradójica atracción para muchas mujeres, como si hubiese algo en su aura de cinismo que les hiciese mojar inevitablemente las bragas.

El sexo iba más allá de poder catalogarse como algo frío o mecánico. A pesar de todos sus esfuerzos, Edgar era completamente incapaz de establecer el más ligero vínculo con la otra persona, aunque su boca se hubiese aprendido de memoria hasta el lugar más recóndito de su cuerpo, aunque hubiesen gemido al unísono, aunque las caricias, aunque los orgasmos. Sentía todo eso como algo ajeno, como si él no perteneciese allí y lo estuviese viendo desde fuera, como si fuese el espectador de una película porno de otro planeta.

“La clave para ser feliz es hacer lo que te apasiona” era el eslogan de una conocida marca de zapatillas cuya publicidad inundaba las marquesinas de autobuses de toda la ciudad. Dejando a parte el hecho de que era una visión simplista y totalmente sacada de contexto, probablemente estuviese en lo cierto; pero ni en la marquesina más escondida parecía haber nadie dibujando las instrucciones para saber qué hacer en caso de que nada te apasionase. De hecho a Edgar el eslogan se le antojaba bastante obvio: parecía bastante fácil vivir entregándose incondicionalmente a algo que te apasionaba hasta el delirio. Lo difícil era engancharse a algo hasta ese punto (o que ese algo se enganchase a ti, Edgar no estaba muy seguro de cómo funcionaba exactamente el proceso).

En varias ocasiones, Edgar había escuchado a amigos y desconocidos decir lo apasionadísimos que estaban por algo, pero que nunca tenían tiempo; y se extrañaba, porque si algo tenía claro era que en su definición de pasión no había lugar para los peros. Todo lo demás debía ser un simple interludio, y no al revés. Tal vez ocurriese que él se había vuelto demasiado idealista con respecto a ese tema, o tal vez fuese que la gente hablaba de pasión queriendo decir hobby, como quien habla de amor cuando en realidad es “no quiero estar solo”. Era como si en el mundo la auténtica esencia de la pasión, el fuego, aquella voz que era más poderosa que ninguna otra hubiese quedado sepultada por una avalancha de pequeñas cosas mundanas y añicos de grandes causas.

En el siglo veintiuno la pasión no había sido olvidada, pero sí relegada; una de las muchas cosas que todo el mundo sabía que debía ser importante, pero que nadie se tomaba en serio. El virus de la abulia se cebaba sin miramientos, y ni siquiera el eslogan de una reconocida marca de zapatillas podía servir de vacuna.

II

Ahora bien, existía una razón perfectamente lógica, y elegantemente compleja que explicaba todo esto. Compleja en especial para nuestro protagonista, que por razones obvias vivía totalmente ajeno a ella. Edgar tenía un don, un don increíble; algo demasiado maravilloso para ser comprendido, demasiado poderoso para la mente consciente, y su don se convertía en una especie de maldición. Edgar poseía una capacidad de análisis desorbitada, capaz de descifrar cada detalle que captaban sus sentidos y prever cada consecuencia en milésimas de segundo, de forma completamente inconsciente. A esto se le sumaba una imaginación capaz de derribar todos los límites.

De este modo, cada noche, cuando Edgar dormía, su subconsciente tomaba el control y el mecanismo se ponía en marcha. Su imaginación onírica no descansaba, en sus sueños vivía todos sus futuros; cada detalle, cada posibilidad que pudiese ocurrir por remota que fuera, como un potente ordenador su mente la recreaba cada noche. Una, diez, cien veces, pues como todo el mundo sabe, el tiempo en los sueños difiere estrepitosamente del tiempo en vigía.

Al despertarse no se sentía distinto, no recordaba nada, pero cada paso que daba al día siguiente carecía de emoción, pues no era más que un deja-vu. Todo lo que hiciese había sido vivido ya en un sueño, y se manifestaba en su mente no de manera vívida, pero sí totalmente real. Cada noche la visión se repetía y se reforzaba, y cada día se confirmaba una de sus infinitas versiones. No había huida, su vida cotidiana era una redundancia perversa, una muletilla, un chiste que perdió la gracia hace ya muchísimo tiempo.

Su única posibilidad de liberación era, pues, confiar (sin saberlo, lo irónico era que nunca llegaría a saberlo) en que durante un día, la anodina vida de un hombre sin ambición alguna, sin intereses, sin un solo motivo para levantarse por las mañanas, superase con creces la ferviente imaginación de una mente irrefrenablemente creativa.




8/11/12

Estoy de celebración

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Cuando termino de apurar este último vaso, poco me falta para estrellarlo contra el suelo de pura euforia, pero me contengo por la poca cortesía que aún queda en mí. Esta es la noche; estoy a tope. Antes de llegar aquí llevo toda la tarde calentando con cervezas. Después copas de vino, café, bebidas energéticas, chupitos, más cerveza.

He cenado en una hamburguesería de comida rápida. Uno de esos locales donde la comida es tan grasienta que la grasa se te empapa en seguida en los dedos y de ahí a los muebles, a la ropa, por la cara... después es imposible librarse de ella. No sé por qué extraña moda esta clase de lugares no hacen más que empeñarse en intentar venderse como marcas de comida saludable. Para mí está bastante claro que quienes tenemos la costumbre de zampar en esos sitios lo hacemos precisamente porque buscamos la comida basura. Si quisiéramos otra cosa sabemos que existen millones de locales de comida sana, restaurantes de ensaladas e ingredientes naturales, alimentos  macrobióticos, procedentes de granjas ecológicas y cero por ciento. Pero eso no es lo nuestro, lo que nosotros queremos es carne procesada, queremos aditivos, conservantes, potenciadores de sabor, colesterol, queremos que todo esté cocinado en su propia grasa, y lo que no tenga grasa, que se empape en una densa salsa.

Ahora estoy sentado en la barra de un bar vaciando copa tras copa de ron por mi gaznate. No sé cuántas llevo, ni siquiera sé cuántos bares llevo, pero deben ser bastantes, porque estoy a tope. Soy pura energía. Mi enorme cuerpo es un tanque blindado dispuesto a conquistar el mundo. Soy 120 kilos de masa corporal capaces de resistir un apocalipsis. Soy un cohete espacial, y ahora que me he llenado de combustible a base de alcohol y hamburguesas grasientas, soy imparable.

Normalmente suelo ser callado y tranquilo, pero cuando bebo me convierto en lo opuesto. Soy irresistible, el alma de la fiesta, un gorila irradiando energía con cada nuevo golpe en su pecho. Desde el colegio me dijeron que tenía potencial, pero no supe a qué se referían hasta que no descubrí mi primera borrachera, mi primera pelea y mi primer polvo. Tres en uno, todo en la misma noche. Aún me recuerdo a las cinco de la mañana, como la ceja rota, los pómulos hinchados y los labios partidos, con resaca, los ojos nublados, sabor a ceniza y sangre en la boca, los nudillos cortados y envuelto en sudor, sujetando  las caderas de aquella chica y tratando de metérsela sin desmayarme. No sé que tal fue para ella, pero para mí fue inolvidable, en el mejor y en el peor de los sentidos.

No lo había dicho, pero la verdad es que estoy de celebración. Hace exactamente ocho días que me echaron del curro. Solía trabajar en unos grandes almacenes como vendedor de edredones nórdicos. En algún momento se debieron hartar de mí, o de mis resacas, o de mi cara, y me dieron puerta. Hasta aquí todo bien, porque hacía tiempo que yo también me había hartado de ellos. El problema llegó cuando entre todas las cosas que tuve que firmar al acabar, una de ellas me comprometía a estar dos semanas formando al que sería mi sustituto, a cambio yo no recibía ni las gracias. He pasado estos días comportándome como la persona madura y responsable que puedo llegar a ser cuando me esfuerzo. Hasta hoy. Esta mañana he recibido en mi cuenta el último pago y mi finiquito. Tras comprobar que todo estaba en regla he ido a trabajar, y ha comenzado el espectáculo.

Todo pasó muy rápido, y lo recuerdo un poco confuso, quizá por el hecho de que antes de ir decidí vaciarme un par de vasos de whisky para aliviar la resaca del día anterior. Después me bebí otros dos vasos para coger valor y finalmente tres o cuatro más para asegurarme de que no iba a rajarme.

Recuerdo empezar a lanzar fundas nórdicas por los aires y contra las paredes, insultar a mi jefe, al jefe de mi jefe y a un par de jefes más que en realidad poco tenían que ver conmigo y probablemente ni siquiera supiesen quién era yo. Insulté también a algunos clientes, a otros les dije que podían comprar los mismos edredones en una tienda dos calles más abajo por mucho menos precio. Volví a insultar a mi jefe, también a algunos de mis compañeros, escupí al suelo, agité al atónito chico al que estaba formando y le grité que lo mejor que podía hacer era largarse en ese mismo momento y no trabajara allí jamás. Finalmente, dos gorilas tan grandes como armarios de roble y con los nudillos del tamaño de bolas de billar me agarraron por sendos brazos. Les dije que me soltaran, que habían ganado y que les acompañaría gustosamente, pero como un adulto. Lo hicieron. Me atusé las mangas del traje, me aflojé la corbata y me encaminé con ellos.

Dos pasos después me giré y me abalancé con una nueva andanada de insultos y amenazas hacia mi jefe. Acto seguido estaba siendo arrastrado hacia los sótanos de la tienda. Después, golpes en las costillas, en la cara, en el estómago, patadas, puñetazos... cuando pensaron que ya había tenido suficiente, me soltaron en una de las callejuelas aledañas.

Me costó más de diez minutos abrir los ojos, y media hora más ser capaz de sentarme y apoyar la espalda contra una pared. Otra media hora después descubrí para mi alegría que apenas era mediodía, así que me levanté pesadamente y, no sin esfuerzo, arrastré mi culo hasta la banqueta de la barra de un bar. El barman se quedó unos segundos mirándome sin saber si saludarme o llamar a la policía, hasta que saqué un billete y lo deposité sobre la mesa al tiempo que decía: “Póngame una jara de su mejor cerveza. Estoy de celebración”.

Estoy casi seguro de que la imagen es una escena de Seinfield, serie que me han recomendado alguna vez y que algún día tendré que ver. ¿Alguien más la recomienda?

25/10/12

Mañana de junio

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Estamos desnudos en su cama. Fumando. De vez en cuando entra una leve brisa por la ventana que acaricia con su fresco la leve capa de sudor sobre nuestras pieles. Le pido que apague su colilla en mi vientre. Ella me mira extrañada, pero le insisto a que lo haga. Sin embargo, cuando el ascua me roza, me aparto violentamente. No sé por qué pensé que la sensación sería distinta, como tocar una piedra que ha estado mucho tiempo al sol, o el capó de un coche en agosto. Ella se ríe y apaga el cigarro, esta vez de verdad, en un cenicero junto a la cama.

Por la ventana llega el sonido de una guitarra. La toca un rubiales sin ningún talento que se pone todos los martes y viernes en la misma esquina y que al final siempre tiene un corro de chicas a su alrededor y algún novio celoso que mira de reojo.

Eso me hace recordar a otra guitarrista callejera; una chica que solía ver el año pasado en la calle Preciados tocando a eso de las cinco o seis de la mañana. Siempre que la vi iba solo, y me jode por el hecho de no haberlo podido compartir con nadie, pero ella sí tocaba bastante mejor que el rubiales, y además era especial, había un mágico encanto en el hecho de tocar para nosotros, los desheredados del mundo, los borrachos que volvíamos arrastrándonos a nuestras cuevas... Por fin los pseudo-humanos teníamos a alguien que velaba por nosotros; los bastardos de la noche no habíamos sido olvidados.

Hace mucho que no voy por ahí a esas horas, me pregunto si ha vuelto por ahí este verano nuestro ángel de la guarda.

Un pellizco en mi reciente quemadura me devuelve a la realidad. Me pregunto si me he quedado dormido. Una voz arrobadora susurra en mi oído, informándome que necesita ir al baño. Me gusta cuando me susurra. La conocí hablando con ella por teléfono, me llamaba de una empresa de trabajo temporal para ofrecerme un puesto. Su voz a través del aparato me pareció tremendamente hermosa, sexy. La tercera o cuarta vez que hablamos se lo dije y no supo muy bien qué contestar.

La conocí a la hora de firmar el contrato. No era de una belleza arrebatadora, pero no le faltaba atractivo, además, tenía unos ojos bonitos. En persona su voz seguía siendo maravillosa, pero perdía un poco. Algo debía haber en el distorsionado electromecánico que se producía en su voz al atravesar el teléfono que le daba un toque excepcional. Cuando acabó mi contrato la invité a cenar. Esa misma noche descubrí que cuando susurraba, recuperaba ese timbre inimitable, por eso me gusta cuando me habla en susurros.

No es que yo sea un fetichista de las voces, nada más lejos de la realidad, pero algo innegable es que nos puede gustar un conjunto, pero solo nos enamoramos de los detalles. Así somos las personas.

Vuelve a entrar en el cuarto, Su desnudez se acerca coquetamente, contoneándose y con la sonrisa de saberse observada, deseada. Se tumba junto a mí y me abraza. En estos momentos se podría decir que somos felices. No estamos enamorados, y eso lo sabemos los dos de sobra, pero estamos perfectamente a gusto compartiendo la cama.

La última vez que estuve enamorado fue hace bastante. Un detalle sobre mí es que no conozco lo que es el amor correspondido. Cuando me enteré de que ella tenía novio fue como la sensación de cruzar la calle mirando al lado equivocado y al dar el primer paso, sentir un atronador chirrido en la nuca.

Entonces me doy cuenta de que estoy en la cama con una chica preciosa mientras que pienso en otra a la que he querido de verdad y me siento completamente estúpido, me siento como si yo fuera mi propia mascota, como si llevase una correa manejada por mi propia imbecilidad y esta me arrastrase por los derroteros más patéticos de la existencia.

Entonces me doy cuenta de todo el tiempo que llevo sin ser capaz de enamorarme y me pregunto en qué clase de monstruo insensible me he convertido.



Esta entrada la escribí a finales de junio pasado. A mediados de agosto pasé de noche por la calle Preciados y me crucé con nuestra guitarrista. 

8/10/12

Octubre maldito

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Nada bueno ocurre en octubre.  Amanezco octubre sabiendo que mis últimos ahorros se esfumaron en septiembre. Sin trabajo, sin esperanzas y sin un duro.

Octubre nos come, nada bueno lo ocurrió a nadie jamás en octubre. En octubre desaparece el sol, las nubes se arremolinan perezosas en el cielo y lo okupan con desidia. Octubre es abulia climática, ni siquiera llueve de verdad, sólo una llovizna pusilánime, como si las nubes se sacudiesen con asco el agua que les sobra.

Octubre es abulia climática. Y esa abulia se contagia en forma de una extraña melancolía que nos coge a todos por sorpresa y nos nubla la vista. A unos se les nota más que a otros, pero puedes verlos a todos taciturnos en la calle, grises, como el maldito cielo inexpresivo, refugiándose con hastío bajo las cornisas de la broza que nos tiran las nubes.

A mí esa melancolía me arrebata el alma por completo. Me turba la vista y todas mis acciones. En octubre me acuerdo de ti, igual que en julio, y que en agosto, y que en septiembre, pero de forma distinta, como recordando cada año que ha pasado sin que estés conmigo, y que este octubre te ha convertido en una nueva derrota.

Octubre... ojalá fueses aún septiembre, u ojalá fueses ya noviembre. En octubre me acuerdo de todas las personas a las que he querido, y de todas las personas a las que he hecho daño, que al fin y al cabo son casi las mismas. Y me entran ganas de pedirles perdón a todas, de deshacerme en disculpas, pero casi nunca lo hago; a veces porque resultaría anacrónico, a veces porque sería inoportuno.

Quizá entiendan mejor esto último si se lo explico, si les ayudo a comprender qué tipo de persona soy:  una de esas personas especiales me regaló una vez una libreta para escribir en ella. Fue un regalo muy especial, tanto, que aún no he sido capaz de escribir en ella. Sé que nada, ni una sola de mis letras, estaría jamás a la altura, nada sería lo bastante bueno. Cada vez que la cojo me siento un blasfemo, un profanador, y vuelvo a depositarla en su sitio, tan virgen como el primer día. Extraño, ¿verdad?

Octubre saca lo peor de nosotros. Octubre nos mira por encima del hombro. Se esconde en el humo de las alcantarillas, en los periódicos viejos; las hojas de los árboles nos recuerdan lo inútil que es enfrentarse a octubre. Octubre es la primavera de la muerte; todo se marchita y se oscurece. Ojalá llegue ya noviembre y nos arrope con su frío. Porque estás aún más guapa cuando me pongo nostálgico.

Las nubes desteñidas, ese borrón troposférico, se burlan de nosotros con su pusilánime calabobos que nos cala hasta las neurosis a todos en la gran ciudad. Y con nada en los bolsillos y con todo que perder, salgo a buscarte, dispuesto a no volver a verte, porque así es octubre, un gigante cabrón y depresivo; y a su desidia se combate con desidia.




Fotografía de Martin Gommel. Anda que no mola el contraste.

1/10/12

Comenzando

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Las puertas del autobús chirriaron al cerrarse del mismo modo molesto que lo habían hecho al abrirse. Después la mole se alejó por la carreterita envuelta en la nube de polvo que iba levantando.

Ante ellos no había nada. Un par de edificios bajos y bastante maltrechos, unas montañas al fondo y una gigantesca explanada de tierra poblada solo por ocasionales matojos a su alrededor, como devorándolo todo. La carretera se alejaba con suaves curvas, hasta que al final era también engullida por el adusto mar verde ceniza. Pero nada había que indicase a dónde dirigirse ahora, cuál era la dirección por la que avanzar.

Podrían probar a llamar a alguna puerta por si alguien seguía viviendo tras ellas, o podrían acercarse a la entrada del poblacho y buscar una placa con su nombre. Pero aunque así fuese, aunque hubiese alguien que pudiese indicarles, aunque el poblacho tuviese un nombre y ese nombre significase algo para ellos, sería completamente irrelevante. Parte de su plan consistía precisamente en no saber dónde se encontraban.

Con una sonrisa en la cara se encaminaron en una dirección al azar, que resultó ser hacia las montañas. 

El sol brillaba débil y aún demasiado bajo. Hacía poco que se había levantado, y sus lánguidos rayos apenas aportaban algo de tibieza sobre el frío desierto. Según iban avanzando, el poblacho se alejaba con notable velocidad, mientras que las montañas se mantenían implacablemente estáticas.

- Este es ya el cuarto blog en el que me meto.

Su compañero le respondió con una sonrisa silenciosa. Hace algunos años se hubiera dicho que aquella sonrisa iba a ser eterna, pero con el tiempo se ha ido volviendo más inconstante, pero por ello, quizá también más sincera.

- Quisiera hacer las cosas bien – continuó – pero no tengo nada planificado. El plan aquí también es no tener plan.

Continuaron avanzando sin saber muy bien a dónde. Quizá lo fácil habría sido seguir a todo el mundo e ir hacia el norte, pero en el norte ya está todo dicho, todo planificado, todo acotado. No es que sea necesariamente la peor dirección, pero existen 359 grados más por explorar, por fuerza tendrían que acabar llegando a un lugar más interesante.
Esa nada que hay más allá de donde alcanza la vista puede convertirse en cualquier cosa. El azar es al mismo tiempo fascinante y sobrecogedor. Ayer allí, hoy aquí, mañana vete tú a saber. Mejor que una huida hacia adelante es un avance hacia quién sabe dónde.

Un suave viento acariciaba las hojas de los matojos y las balanceaba. A veces arrastraba gigantescas nubes de polvo que se movían de un lado a otro de la explanada. Pero de forma totalmente estéril, pues el paisaje jamás cambiaba.

- Sobre lo que aquí se escriba no hay plan, todo está permitido. No hay norte. Somos libres.


La imagen la he encontrado después del texto, pero se parece sorprendentemente a lo que tenía en mente al escribirlo. Es un paisaje de Islandia, es decir, paradójicamente, bastante al norte. La foto es de aquí.